"Sumérgete en el océano de emociones tejido por palabras, donde cada verso es un eco del alma y cada estrofa es un viaje hacia la profundidad del corazón: Bienvenido al santuario de la poesía, donde los sueños danzan entre líneas y los sentimientos florecen en cada palabra."

martes, 31 de enero de 2012

SER INFELIZ







Cuando ya eso se había vuelto insoportable - una vez al atardecer, en noviembre-, y yo me deslizaba sobre la estrecha alfombra de mi pieza como en una pista, estremecido por el aspecto de la calle iluminada, me di vuelta otra vez, y en lo hondo de la pieza, en el fondo del espejo, encontré no obstante un nuevo objetivo, y grité, solamente por oír el grito al que nada responde y al que tampoco nada le sustrae la fuerza de grito, que por lo tanto sube sin contrapeso y no puede cesar aunque enmudezca; entonces desde la pared se abrió la puerta hacia afuera así de rápido porque la prisa era, ciertamente, necesaria, e incluso vi los caballos de los coches abajo, en el pavimento, se levantaron como potros que, habiendo expuesto los cuellos al enemigo,se hubiesen enfurecido en la batalla.
Cual pequeño fantasma, corrió una niña desde el pasillo completamente oscuro, en el que todavía no alumbraba la lámpara, y se quedó en puntas de pie sobre una tabla del piso, la cual se balanceaba levemente encandilada en seguida por la penumbra de la pieza, quiso ocultar rápidamente la cara entre las manos, pero de repente se calmó al mirar hacia la ventana, ante cuya cruz el vaho de la calle se inmovilizó por fin bajo la oscuridad. Apoyando el codo en la pared de la pieza, se quedó erguida ante la puerta abierta y dejó que la corriente de aire que venía de afuera se moviese a lo largo de las articulaciones de los pies, también del cuello, también de las sienes. Miré un poco en esa dirección, después dije: "buenas tardes", y tomé mi chaqueta de la pantalla de la estufa, porque no quería estarme allí parado, así, a medio vestir. Durante un ratito mantuve la boca abierta para que la excitación me abandonase por la boca. Tenía la saliva pesada; en la cara me temblaban las pestañas. No me faltaba sino justamente esta visita, esperada por cierto. La niña estaba todavía parada contra la pared en el mismo lugar; apretaba la mano derecha contra aquélla, y, con las mejillas encendidas, no le molestaba que la pared pintada de blanco fuese ásperamente granulada y raspase las puntas de sus dedos. Le dije: -¿Es a mí realmente a quien quiere ver? ¿No es una equivocación? Nada más fácil que equivocarse en esta enorme casa. Yo me llamo así y asá; vivo en el tercer piso. ¿Soy entonces yo a quien usted desea visitar?
-¡Calma,calma!- dijo la niña por sobre el hombro-; ya todo está bien.
-Entonces entre más en la pieza. Yo querría cerrar la puerta.
-Acabo justamente de cerrar la puerta. No se moleste. Por sobre todo, tranquilícese.
-¡Ni hablar de molestias! Pero en este corredor vive un montón de gente. Naturalmente todos son conocidos míos. La mayoría viene ahora de sus ocupaciones. Si oyen hablar en una pieza creen simplemente tener el derecho de abrir y mirar qué pasa. Ya ocurrió una vez. Esta gente ya ha terminado su trabajo diario; ¿a quién soportarían en su provisoria libertad nocturna? Por lo demás, usted también ya lo sabe. Déjeme cerrar la puerta.
-¿Pero qué ocurre? ¿Qué le pasa? Por mí, puede entrar toda la casa. Y le recuerdo; ya he cerrado la puerta; créalo. ¿Solamente usted puede cerrar las puertas?
-Está bien, entonces. Más no quiero. De ninguna manera tendría que haber cerrado con la llave. Y ahora, ya que está aquí, póngase cómoda; usted es mi huésped. Tenga plena confianza en mí. Lo úni co importante es que no tema ponerse a sus anchas. No la obligaré a quedarse ni a irse. ¿Es que hace falta decírselo? ¿Tan mal me conoce?
-No. En realidad no tendría que haberlo dicho. Más todavía: no debería haberlo dicho. Soy una niña; ¿porqué molestarse tanto por mí?
-¡No es para tanto! Naturalmente, una niña. Pero tampoco es usted tan pequeña. Ya está bien crecidita. Si fuese una chica no habría podido encerrarse, así no más, conmigo en una pieza.-Por eso no tenemos que preocuparnos. Solamente quería decir: no me sirve de mucho conocerle tan bien; sólo le ahorra a usted el esfuerzo de fingir un poco ante mí. De todos modos, no me venga con cumplidos. Dejemos eso, se lo pido, dejémoslo. Y a esto hay que agregar que no lo conozco en cualquier lugar y siempre, y de ninguna manera en esta oscuridad. Sería mucho mejor que encendiese la luz. No. Mejor no. De todos modos, seguiré teniendo en cuenta que ya me ha amenazado.-¿Cómo? ¿Yo la amenacé? ¡Pero por favor! ¡Estoy tan contento de que por fin esté aquí! Digo "por fin" porque ya es tan tarde. No puedo entender por qué vino tan tarde. Además es posible que por la alegría haya hablado tan incongruentemente, y que usted lo haya interpretado justamente de esa manera. Concedo diez veces que he hablado así. Sí. La amenacé con todo lo que quiera. Una cosa: por el amor de Dios, ¡no discutamos! ¿Pero, cómo pudo creerlo? ¿Cómo pudo ofenderme así? ¿Por qué quiere arruinarme a la fuerza este pequeño momentito de presencia suya aquí? Un extraño sería más complaciente que usted. Lo creo. Eso no fue ninguna genialidad. Por naturaleza estoy tan cerca de usted cuanto un extraño pueda complacerle. También usted lo sabe. ¿A qué entonces esa tristeza? Diga mejor que está haciendo teatro y me voy al instante.
-¿Así? ¿También esto se atreve a decirme? Usted es un poco audaz. ¡En definitiva está en mi pieza! Se frota los dedos como loca en mi pared. ¡Mi pieza, mi pared! Además, lo que dice es ridículo, no sólo insolente. Dice que su naturaleza la fuerza a hablarme de esta forma. Su naturaleza es la mía, y si yo por naturaleza me comporto amablemente con usted, tampoco usted tiene derecho a obrar de otra manera.
-¿Es esto amable? - Hablo de antes.- ¿Sabe usted cómo seré después?- Nada sé yo.
Y me dirigí a la mesa de luz, en la que encendí una vela. Por aquel entonces no tenía en mi pieza luz eléctrica ni gas. Después me senté un rato a la mesa, hasta que también de eso me cansé. Me puse el sobretodo; tomé el sombrero que estaba en el sofá, y de un soplo apagué la vela. Al salir me tropecé con la pata de un sillón. En la escalera me encontré con un inquilino del mismo piso.
-¿Ya sale usted otra vez, bandido? -preguntó, descansando sobre sus piernas bien abiertas sobre dos escalones.
-¿Qué puedo hacer?- dije -. Acabo de recibir a un fantasma en mi pieza.
-Lo dice con el mismo descontento que si hubiese encontrado un pelo en la sopa.
-Usted bromea. Pero tenga en cuenta que un fantasma es un fantasma.
-Muy cierto: ¿pero cómo, si uno no cree absolutamente en fantasmas?
-¡Ajá! ¿Es que piensa usted que yo creo en fantasmas? ¿Pero de qué me sirve este no creer?
-Muy simple. Lo que debe hacer es no tener más miedo si un fantasma viene realmente a su pieza.
-Sí. Pero es que ése es el miedo secundario. El verdadero miedo es el miedo a la causa de la aparición. Y este miedo permanece, y lo tengo en gran forma dentro de mí.
Depura nerviosidad, empecé a registrar todos mis bolsillos.
-Ya que no tiene miedo de la aparición como tal, habría debido preguntarle tranquilamente por la causa de su venida.
-Evidentemente, usted todavía nunca ha hablado con fantasmas; jamás se puede obtener de ellos una información clara. Eso es un de aquí para allá. Estos fantasmas parecen dudar más que nosotros de su existencia, cosa que por lo demás, dada su fragilidad, no es de extrañar. - Pero yo he oído decir que se les puede seducir.
-En ese punto está bien informado. Se puede. ¿Pero quién lo va a hacer?
¿Por qué no? Si es un fantasma femenino, por ejemplo - dijo, y subió otro escalón.
-¡Ah, sí...! -dije-, pero aún así no vale la pena. Recapacité.
Mi vecino estaba ya tan alto que para verme tenía que agacharse por debajo de una arcada de la escalera.
-Pero no obstante -grité-, si usted ahí arriba me quita mi fantasma, rompemos relaciones para siempre.
-¡Pero si fue solamente una broma! -dijo, y retiró la cabeza.
-Entonces está bien -dije.
Y ahora sí que, a decir verdad, podría haber salido tranquilamente a pasear; pero como me sentí tan desolado preferí subir, y me eché a dormir.



Franz Kafka

domingo, 29 de enero de 2012

El Bigote del Tigre


Una mujer joven llamada Sofía  fue un día a la casa de un ermitaño de la montaña en busca de ayuda.
El ermitaño era un sabio de gran renombre, hacedor de ensalmos y pociones mágicas.
Cuando Sofía entró en su casa, el ermitaño, sin levantar los ojos de la chimenea que estaba mirando, dijo:
-¿Por qué viniste?
Sofía respondió:
-Oh, Sabio Famoso, ¡estoy desesperada! ¡Hazme una poción!
-Sí, sí, ¡hazme una poción! -exclamó el ermitaño-. ¡Todos necesitan pociones! ¿Podemos curar un mundo enfermo con una poción?
-Maestro -insistió Sofía-, si no me ayudas, estaré verdaderamente perdida.
-Bueno, ¿cuál es tu problema? -dijo el ermitaño, resignado por fin a escucharla.
-Se trata de mi marido -comenzó Sofía-. Tengo un gran amor por él. Durante los últimos tres años ha estado peleando en la guerra. Ahora que ha vuelto, casi no me habla, a mí ni a nadie. Si yo hablo, no parece oír. Cuando habla, lo hace con aspereza. Si le sirvo comida que no le gusta, le da un manotazo y se va enojado de la habitación. A veces, cuando debería estar trabajando en el campo, lo veo sentado ociosamente en la cima de la montaña, mirando hacia el mar.
-Si, así ocurre a veces cuando los jóvenes vuelven a su casa después de la guerra -dijo el ermitaño-. Prosigue.
-No hay nada más que decir, Ilustrado. Quiero una poción para darle a mi marido, así se volverá cariñoso y amable, como era antes.
-! Ja! Tan simple, ¿no? -replicó el ermitaño-. ¡Una poción! Muy bien, vuelve en tres días y te diré qué nos hará falta para esa poción.
Tres días más tarde, Sofía volvió a la casa del sabio de la montaña.
-Lo he pensado -le dijo-. Puedo hacer tu poción. Pero el ingrediente principal es el bigote de un tigre vivo. Tráeme su bigote y te daré lo que necesitas.
-¡El bigote de un tigre vivo! -exclamó Sofía-. ¿Cómo haré para conseguirlo?
-Si esa poción es tan importante, obtendrás éxito -dijo el ermitaño. Y apartó la cabeza, sin más deseos de hablar.
Sofía se marchó a su casa. Pensó mucho en cómo conseguiría el bigote del tigre. Hasta que una noche, cuando su marido estaba dormido, salió de su casa con un plato de arroz y salsa de carne en la mano. Fue al lugar de la montaña donde sabía que vivía el tigre.
Manteniéndose alejada de su cueva, extendió el plato de comida, llamando al tigre para que viniera a comer.
El tigre no vino.
A la noche siguiente Sofía volvió a la montaña, esta vez un poco más cerca de la cueva. De nuevo ofreció al tigre un plato de comida.
Todas las noches Sofía fue a la montaña, acercándose cada vez más a la cueva, unos pasos más que la noche anterior. Poco a poco el tigre se acostumbró a verla allí.
Una noche, se acercó a pocos pasos de la cueva del tigre. Esta vez el animal dio unos pasos hacia ella y se detuvo. Los dos quedaron mirándose bajo la luna. Lo mismo ocurrió a la noche siguiente, y esta vez estaban tan cerca que Sofía pudo hablar al tigre con una voz suave y tranquilizadora.
La noche siguiente, después de mirar con cuidado los ojos de Sofía, el tigre comió los alimentos que ella le ofrecía. Después de eso, cuando Sofía iba por las noches, encontraba al tigre esperándola en el camino.
Cuando el tigre había comido,  podía acariciarle suavemente la cabeza con la mano. Casi seis meses habían pasado desde la noche de su primera visita. Al final, una noche, después de acariciar la cabeza del animal, Sofía dijo:
-Oh, Tigre, animal generoso, es preciso que tenga uno de tus bigotes. ¡No te enojes conmigo!
Y le arrancó uno de los bigotes.
El tigre no se enojó, como ella temía. Bajó por el camino, no caminando sino corriendo, con el bigote aferrado fuertemente en la mano.
A la mañana siguiente, cuando el sol asomaba desde el mar, ya estaba en la casa del ermitaño de la montaña.
-¡Oh, Famoso! -gritó-. ¡Lo tengo! ¡Tengo el bigote del tigre! Ahora puedes hacer la poción que me prometiste para que mi marido vuelva a ser cariñoso y amable.
El ermitaño tomó el bigote y lo examinó. Satisfecho, pues realmente era de tigre, se inclinó hacia adelante y lo dejó caer en el fuego que ardía en su chimenea.
-¡Oh señor! -gritó la joven mujer, angustiada- ¡Qué hiciste con el bigote!
-Dime como lo conseguiste -dijo el ermitaño.
-Bueno, fui a la montaña todas las noches con un plato de comida. Al principio me mantuve lejos, y me fui acercando poco cada vez, ganando la confianza del tigre. Le hablé con voz cariñosa y tranquilizadora para hacerle entender que sólo deseaba su bien. Fui paciente. Todas las noches le llevaba comida, sabiendo que no comería. Pero no cedí. Fui una y otra vez. Nunca le hablé con aspereza. Nunca le hice reproches. Y por fin, una noche dio unos pasos hacia mí. Llegó un momento en que me esperaba en el camino y comía del plato que yo llevaba en las manos. Le acariciaba la cabeza y él hacía sonidos de alegría con la garganta. Sólo después de eso le saqué el bigote.
-Sí, sí -dijo el ermitaño-, domaste al tigre y te ganaste su confianza y su amor.
-Pero tú arrojaste el bigote al fuego -exclamó Sofía llorando-. ¡Todo fue para nada!
-No, no me parece que todo haya sido para nada -repuso el ermitaño-. Ya no hace falta el bigote. Sofía, déjame que te pregunte algo: ¿es acaso un hombre más cruel que un tigre? ¿Responde menos al cariño y a la comprensión? Si puedes ganar con cariño y paciencia el amor y la confianza de un animal salvaje y sediento de sangre, sin duda puedes hacer lo mismo con tu marido.
Al oír esto, Sofía permaneció muda unos momentos. Luego avanzó por el camino reflexionando sobre la verdad que había aprendido en casa del ermitaño de la montaña.

sueco


viernes, 27 de enero de 2012

LAS CHICAS SIN NOMBRE




A finales de septiembre parece que el tiempo cambia una vez más y que el verano va a regresar. Pero no es lo mismo, hace más frío. El sol está ahí, sí, pero ya no calienta. Es una época confusa, tal vez adecuada para que sucedan cosas poco habituales.
No recuerdo exactamente cómo me llamo. Esto es lo más curioso de todo. Sé que mi nombre comienza con J. O tal vez con CH. Es curioso, y sin embargo, ya no me importa demasiado. Sólo puedo recordar algunas cosas que me sucedieron antes de la última semana de septiembre, antes de que entrara en aquel lugar. Son recuerdos borrosos, que se van difuminando caprichosamente cuando trato de retenerlos en la mente. Pero qué más da. Ahora mismo no puedo pensar demasiado en eso. Sólo sé que tengo sueño. Y hambre. Mucha hambre.
* * *
Aunque no sé exactamente lo que había sucedido antes, sé que estaba solo. También sé que no era muy habitual que yo andara solo a determinadas horas de la noche. La calle no es peligrosa en la ciudad en la que vivo, ni siquiera de madrugada, pero yo tengo amigos. O los tenía.
Aquella noche, sin embargo, me habían abandonado. O tal vez simplemente se habían marchado ya. Sí, es posible que hubiera bebido demasiado, qué más da. ¿Acaso importa eso ahora? Mi mente estaba clara y despejada, recuerdo bien que hacía un poco de frío, que el viento soplaba formando remolinos con las hojas caídas, y que la calle era la Avenida de la Hispanidad. La farolas proporcionaban una luz mortecina algo amarillenta que dejaba entrever que tal vez pudiera amanecer dentro de poco, aunque yo sabía que todavía era demasiado pronto para eso.
¿De dónde venía yo? No lo sé. ¿A dónde iba? A casa, seguramente. Vivo una calle más abajo, y no me había traído el coche. En esa estación del año aún no hace demasiado frío, y uno puede caminar tranquilamente sin abrigo ni paraguas, si no le importan o no tiene miedo de los resfriados.
Caminando distraídamente, me llamó la atención el ruido que provenía de una callejuela. La Avenida de la Hispanidad estaba llena de edificios en construcción, tremendas moles que auguran un cercano futuro lleno de tráfico y bullicio, y aquel no era el lugar indicado para una fiesta. Sin embargo, el ruido delataba la presencia de una. No era exactamente una callejuela, en realidad. Era la entrada de camiones de uno de los edificios en obras, y desde fuera sólo se oía ruido. No parecía haber ni tan siquiera un lugar desde el que proviniera tanto jolgorio. Así que aunque era tarde, me acerqué. Por curiosidad.
En efecto, se trataba de una de las obras. A un lado había un edificio ya terminado, aunque todavía sin habitar, y al otro, uno en construcción. Me aproximé, más por instinto que porque pudiera determinar a ciencia exacta el lugar del que provenía el ruido, que ahora ya era música. Música, pero algo extraña. Tal vez de algún grupo de rock gótico o algo similar. Desde luego, alejada de los cánones habituales de la pachanguera música latina que me había pasado toda la noche oyendo.
Me gustó el cambio, así que me fui acercando a una puerta que daba toda la impresión de ser la entrada a una obra. Aquello parecía la caseta donde se cambian los albañiles, sólo que no podía ver exactamente lo grande que era, ya que estaba rodeada de una valla metálica. Por fin vi algo de luz que asomaba por debajo de la puerta de tosca madera, y me acerqué. Sin duda la música venía de allí dentro, y parecía sonar a todo volumen. Incluso me pregunté si no armaría un escándalo al abrirla, porque esa era mi intención: abrir la puerta.
Aunque estaba un poco atascada con el polvo y la tierra en el suelo, se abrió con relativa facilidad. Dentro estaba más oscuro que fuera, y en efecto, el ruido de la música atronó mis oídos durante un momento, pero no el suficiente como para no darme cuenta de que estaba en una pequeña entrada, algo como un vestíbulo de paredes pintadas de negro, y tras el que se veían los resplandores de las luces rojas y azules de una discoteca.
En un primer momento no vi al individuo de la entrada. Pensé que era el portero, así que me preparé para un interrogatorio, o incluso para que me echara de allí. Me sentía un poco extraño, como quien entra en una fiesta privada sin invitación. Tal vez era alguna celebración particular de los obreros, o de los vecinos de los alrededores, que habían encontrado aquel lugar para divertirse. Esto último me pareció más razonable.
Aunque me paré y miré a aquel sujeto, me sorprendió que no me dijese nada. Tenía el rostro más impasible que he visto en mi vida. Miraba hacia mi como si no estuviera delante suya. Era calvo y vestía una camiseta negra tan apretada y bajo la cual se veían tantos músculos que hubiera servido como objeto de estudio en un aula de la Facultad de Medicina. Pero no hizo el menor gesto cuando pasé por delante: debía estar más colgado que el horrendo cuadro de la pared, y seguramente tendría la mitad de su inteligencia.
Así que me adentré en la fiesta. No había demasiada gente, pero sí la bastante como para pasar desapercibido entre la multitud, si no fuera por un detalle: casi todo el mundo iba vestido de negro, o con ropa muy oscura. Mi camiseta blanca y mis vaqueros desteñidos me delataban como intruso, aunque a nadie pareció importarle. La gente estaba en su mayoría apelotonada alrededor de una pequeña tarima, en la que tocaba furiosamente un grupo de rock con toda la pinta de haberse pasado la tarde esnifando alguna sustancia poco legal antes de salir. Pero la verdad es que a pesar de eso no lo hacían mal del todo. Era una mezcla de rock gótico y punk, que de algún modo sonaba como trance. O tal vez fuera sólo por la hora a la que seguían tocando.
El lugar no era muy grande, y el techo era bajo. El que las paredes estuviesen pintadas y tapizadas de terciopelo negro no ayudaba a dar una sensación de más amplitud; sin embargo, el conjunto conformaba un ambiente alternativo bastante atrayente. Busqué con la mirada la barra, porque a esas alturas comenzaba a necesitar una copa y muchos llevaban vasos largos en la mano. La encontré en uno de los fondos, así que me dirigí hacía allí rápidamente, aprovechando un hueco libre.
- Hola, ponme un ron con cocacola.
El camarero me miró sin hacer ni un solo gesto, pero me sirvió.
- ¿Cuánto es?
- Estás invitado.
- ¿Cómo?
- Estás invitado. - Repitió, y señaló con la mirada hacia algún punto detrás de mí. Me di la vuelta y observé a una chica desconocida que me hacía señas. Al principio pensé que debía tratarse de algún error, pero nadie más respondía a sus saludos, y ella insistía. Decidí acercarme a agradecerle el detalle.
No sabía qué decir. A medida que me acercaba mi mente pareció irse desdibujando, como si fuera dejando los pensamientos a cada paso. Así que al llegar a su altura, en un primer momento me quedé con la mente en blanco, y sólo vi los pantalones de cuero negro que embutían las piernas de aquella preciosidad. Tenía la cara muy pálida, e iba toda vestida de negro, con una camiseta blanca por debajo de un jersey de punto, y tenía un cuerpo espléndido.
- ¿Quién te avisó? - preguntó.
"Oh-oh. Así que es la organizadora de la fiesta. Ahora me van a echar..."
- Nadie. Sólo entré.
- ¿No te avisó nadie?
- No.
- Pues bueno, de todas formas, bienvenido. Mira, te voy a presentar a unas amigas.
Dos chicas más se acercaron. Aunque la verdad es que me dio la impresión de que llevaban allí todo el tiempo, como si hubieran estado mirando. Parece ridículo, pero fue como si se hubiesen materializado de pronto, surgiendo de la oscuridad que nos rodeaba a todos. En la confusión no escuché bien sus nombres, si es que llegaron a decírmelos. Supongo que sí, claro. Al besarlas noté que tenían la cara muy fría.
- ¿Acabáis de salir de la nevera? - Dije, intentando hacer una gracia. Sin embargo, no pareció gustarles. Se miraron entre ellas, y casi creí detectar el miedo en sus ojos. Mierda, estaba a punto de echar a perderlo todo con una de mis salidas. Tenía que arreglarlo:
- Perdón, sólo era una broma. Es que hace frío. Ehm, ¿qué fiesta es esta? Es la primera vez que veo que se organiza algo en esta zona.
- Es que es la primera vez.
- Entonces he tenido suerte.
- Más de la que crees. - Las tres rieron, y yo también, pero no sé por qué.
Pasé la noche con ellas. No recuerdo nada de la conversación, excepto que giró sobre temas que no son muy normales a esas horas y en tales circunstancias. Tal vez me hablaran sobre Dios y sobre sus creencias religiosas, aunque si fue eso, no les hice el menor caso. Tan sólo me fijé en sus cuerpos esculturales. Las tres iban vestidas de negro, y aunque eran muy distintas, parecían a veces la misma persona. Una tenía el pelo teñido de un rubio casi blanco, otra era pelirroja, con grandes bucles que le caían sobre la frente, y la tercera tenía un hermoso pelo liso de color negro azabache. Las tres sonreían mucho y no tardé demasiado en darme cuenta de que me guiñaban los ojos antes de comenzar a manosearme.
No sé qué más ocurrió, aunque debería saberlo. Bebí y bebí durante toda la noche, siempre invitado. Creedme si os digo que no recuerdo qué sucedió después. Porque aunque mi mente guarda aún los retazos de las memorias de una noche de placer como nunca antes había tenido, mi cuerpo no ha podido retener presencia alguna de aquellas caricias, de los besos, de la salvaje lujuria que se desató durante las horas siguientes, mientras los cuatro aullábamos en torno a una cama grande de sábanas rojas. No lo entiendo, no puedo comprender por qué todo aquello es sólo un recuerdo frío, oscuro e insensible, y no algo hermoso y placentero como debería haber sido, como sin duda alguna fue, como debería serlo aún.
No sé dónde pasé la noche, pero sé que cuando desperté, estaba en mi casa, tumbado en mi cama, todavía vestido, y con un enorme dolor de cabeza. No me atrevía a mirar el reloj, y la luz del sol que entraba por la ventana me hacía mucho daño en los ojos. Cerré la persiana y corrí a vomitar al baño. Aún recordaba partes de lo que había sucedido esa noche, pero se iban desvaneciendo como el agua se lleva los terrones de azúcar al disolverlos en un vaso.
Pasé la tarde durmiendo, presa de un sueño y un cansancio como nunca antes había tenido. Sin duda era la gripe, porque me dolían todos los músculos y apenas podía pensar. Cuando desperté ya era de noche y en el contestador automático del móvil relucían parpadeantes cinco o seis llamadas que no atendí. En cambio, bajé las escaleras y corrí hacia la Avenida de la Hispanidad. Sin embargo, a pesar de todos mis esfuerzos, no pude encontrar el lugar donde se había celebrado la fiesta. El callejón estaba allí, pero ahora era un jardín que daba entrada a una casa con un rótulo de la Xunta de Galicia. Podría haber intentado llamar a los vecinos, preguntar tal vez a los viandantes, pero ni tan siquiera se me ocurrió en aquel momento. Sólo sé que caí presa de la desesperación. Recorrí la calle entera de arriba a abajo una y otra vez, volví sobre mis pasos, hice el mismo recorrido de la noche anterior, pero todo fue inútil. Allí no había nada ni tan siquiera parecido a lo que había habido la noche antes.
Curiosamente, la noche, o tal vez el frío, me había refrescado la mente, y de mi gripe ya no quedaba ni rastro. Me sentía con más fuerza que nunca, ágil y poderoso. Podría haber corrido kilómetros sin cansarme. Y a cada hora las energías se iban acumulando en mi interior. Era una noche ideal para salir a divertirse.
Entré en una discoteca de la Gran Vía. De algún modo, la música me sonaba como ruido de fondo, una sensación que creía que sólo les pasaba a los borrachos. ¿Estaba borracho? Ya no lo sé. Sé que me sentía con una fuerza con la que sería capaz de hacer cualquier cosa. Por ejemplo, intentar entrarle a aquella chica del fondo que parecía estar sola. No lo dudé ni un instante y me acerqué a ella.
- Hola. ¿Puedo hablar contigo?
Ella me miró con unos ojos que interpreté absurdamente como de miedo. Pero antes de que pudiera decir nada, apareció detrás de mi un tipo que me empujó por la espalda:
- ¿Qué estás haciendo con mi novia, capullo?
Me di la vuelta. En un primer momento mi intención era decir algo, quizá incluso excusarme, pero no sé por qué, simplemente le di un puñetazo en la cara. El chaval cayó a mis pies, agarrándose la nariz y chillando como un poseso:
- ¡Joder! ¡Cabrón! ¡Cabrón!
Iba a darle una patada en la boca, pero de pronto llegaron dos gorilas y me cogieron por los brazos. A mi alrededor todo eran gritos, insultos y algún golpe perdido. Cualquiera se hubiera vuelto loco en una situación así, pero a mí me pareció como si los hechos se sucedieran a cámara lenta. Cuando salí, me sentía eufórico. En el culmen de mis propias fuerzas físicas. Pensé en entrar de nuevo y darle su merecido a todos aquellos imbéciles, pero algo me detuvo: había un grupo de tres o cuatro chicas que estaban decidiendo si pagarían o no la entrada de aquel antro. Me acerqué sin dudarlo:
- ¿Estáis pensando entrar ahí?
- Sí, a lo mejor.
- Ni se os ocurra. Está hasta los topes. Y hay muy mal ambiente, con peleas. Han echado a un tío hace poco.
Las convencí para acompañarlas hasta otro local, un poco más abajo. Entramos y nos dirigimos a la barra. Ellas pidieron algo de beber, y yo también me bebí un cubata de un solo trago. Ellas me miraban divertidas y se reían escandalosamente. Parecían bastante borrachas. Se pusieron a bailar, y mi mirada las siguió con lujuria. Me acerqué de nuevo y le dije a una de ellas al oído:
- ¿Te apetece acompañarme al baño? Tengo miedo de ir solo.
Ella rió ruidosamente, pero no se opuso cuando la cogí por la cintura y la empujé entre la gente en dirección a los servicios. No tenía muy claro lo que iba a hacer, estaba muy excitado, y nunca antes había hecho algo así, ni siquiera se me habría ocurrido.
Pero al llegar a la puerta, reconocí a las tres chicas del día anterior. Estaban las tres juntas, mirándome con unos ojos fríos. Por algún motivo, mi corazón dio un vuelco y me llené de espanto. Estaba muerto de miedo y me sentí avergonzado, como temiendo que ellas me fuesen a reprochar mi actitud. La del pelo blanco me dijo simplemente:
- Ni se te ocurra. - Y me agarró de un brazo.
No sé bien lo que sucedió, excepto que entre las tres me empujaron fuera del local. Parecían muy enfadadas, aunque no menos que la chica a la que acababa de dejar a la puerta del baño, que se puso a gritarme no sé qué.
Mi corazón latía furiosamente. Salimos, y de nuevo las tres se arremolinaron a mi alrededor. Comenzaron a tocarme, a manosearme. Me sentí un poco sucio, manejado por aquellas tres chicas que me trataban como un muñeco, pero no pude resistirme.
Recuerdo que entramos en un coche, pero no entiendo por qué no puedo acordarme de adónde fuimos. Había árboles, un camino de tierra, barro... no sé si era un bosque o un parque público. No sé cuánto tiempo pasó, pero las tres se abalanzaron sobre mí y me llenaron de besos. Besos que me dolieron, pero que me dieron placer de un modo que no puedo explicar. Me sentí volar, como en un sueño, como si todo aquello no estuviera pasando realmente...
De nuevo desperté en mi cama, en mi casa. Aún llevaba puesta la misma ropa desde hacía dos días, pero por algún motivo no me importaba. La luz del sol entraba por la ventana y me hacía tanto daño en los ojos que a pesar de que estaba mortalmente mareado, me levanté y cerré la persiana. Aún así, la luz seguía hiriéndome la vista. Cerré también la cortina, puse delante la bata, e incluso traté de mover un mueble para tapar los rayos de sol que se obstinaban en penetrar por las rendijas. Pero apenas pude moverlo un poco, lo suficiente como para separarlo de la pared. Me encontraba muy débil, estaba muy mareado, con ganas de vomitar. La cabeza me dolía como nunca, y finalmente opté por acurrucarme como una bestia herida tras el armario, agazapado en posición fetal, temblando como una hoja. Alguien llamó a la puerta, pero no contesté.
La noche llegó, y me quedé dormido. El sueño llegó rápidamente...
Soñé que todo era de color rojo. Un rojo viscoso y sanguinolento, y las tres chicas estaban aquí. Era absurdo, pero me miraban con ojos llenos de una incontenible lujuria. Yo estaba empapado en un sudor frío, y a mi alrededor había un charco de mi propio vómito. El hedor era espantoso. Las chicas se acercaron y me besaron, me manosearon y me rasgaron la ropa con las uñas. Me hicieron daño, pero no me importó. Esta vez no dijeron nada, pero hablaban entre ellas con voces guturales que me recordaron a los gruñidos de algún animal salvaje. Por algún motivo, en sus rostros ya no había belleza, sino corrupción. Como el cuadro de un ángel del Renacimiento cuya pintura se hubiese corrido con agua sucia. Todo era muy borroso, y tal vez pasaran horas conmigo. No sé cuándo se fueron, si es que habían estado allí alguna vez.

Al día siguiente, no desperté. No sé qué hora era. Estaba tumbado sobre mi cama, con todas las sábanas revueltas. No abrí los ojos, porque sabía que la luz del sol me haría daño. Alguien llamó a la puerta, pero no contesté. A pesar de todo, la puerta se abrió. Escuché entrar a alguien, tal vez mi madre. También escuché un grito, pero no me importó. Estaba tan débil que no podía mover ni un músculo. Supe que no podría haber abierto los ojos aunque hubiera querido.
Escuché las pisadas rápidas de alguien más en el pasillo. Varias personas entraron en mi cuarto, y dijeron cosas que no recuerdo. Tal vez mencionaran la palabra "muerto", pero no sé por qué. Muchas más personas fueron entrando, algunas que conocía y otras que no. Algunas me tocaron y me tomaron el pulso. Alguien me abrió un párpado, y dijo algo que no recuerdo pero que me sonó muy negativo. Yo estaba totalmente paralizado, y sólo sé que no me importaba absolutamente nada de lo que estaba ocurriendo. Sólo quería que me dejasen en paz, que se marchasen de allí. Estaba muy cansado, tenía mucho sueño, sólo quería dormir un poco más. Unas horas después fui levantado entre varias personas y me sentí llevado en una camilla. A mi alrededor escuchaba llantos y sollozos sordos. Supliqué en silencio que se callasen, porque no me dejaban dormir.
Me llevaron en un coche no sé a dónde, y por fin pude descansar un rato, pero cuando pude levantarme trabajosamente, estaba en una sala grande, metálica y muy fría. Me dolían los músculos, pero sentía que poco a poco me iba desapareciendo el sopor. Aún tenía mucho sueño, pero ya podía moverme.
Esto fue hace unas horas. Me parece. O tal vez hace unos días. He perdido la noción del tiempo. En realidad, ya no me importa nada. No sé qué me pasa, está todo muy borroso, sólo sé que tengo frío, y mucho sueño. A lo mejor estoy todavía dormido, pero tengo hambre. Muchísima hambre. Necesito comer ahora mismo.


Fran Morell

miércoles, 25 de enero de 2012

EL VIEJO MANUSCRITO





Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan.
Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día.
Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez más escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos.
Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idioma propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha ese graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con frecuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No puede afirmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a un lado y se las cede.
También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómades se la llevan y la comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros comprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades se encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quien sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días.
Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y una mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde todos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho después de que el ruido cesara; como ebrios en torno de un tonel de vino, estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey.
Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las ventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín más interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas, contemplando cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio.
-¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuando soportaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómadas, pero no sabe cómo hacer para repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas. La salvación de la patria sólo depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla. Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina.

Franz Kafka

lunes, 23 de enero de 2012

Poemas de Cernuda



DIRE COMO NACISTEIS
Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos,
Como nace un deseo sobre torres de espanto,
Amenazadores barrotes, hiel descolorida,
Noche petrificada a fuerza de puños,
Ante todos, incluso el más rebelde,
Apto solamente en la vida sin muros.
Corazas infranqueables, lanzas o puñales,
Todo es bueno si deforma un cuerpo;
Tu deseo es beber esas hojas lascivas
O dormir en esa agua acariciadora.
No importa;
Ya declaran tu espíritu impuro.
No importa la pureza, los dones que un destino
Levantó hacia las aves con manos imperecederas;
No importa la juventud, sueño más que hombre,
La sonrisa tan noble, playa de seda bajo la tempestad
De un régimen caído.
Placeres prohibidos, planetas terrenales,
Miembros de mármol con sabor de estío,
Jugo de esponjas abandonadas por el mar,
Flores de hierro, resonantes como el pecho de un hombre.
Soledades altivas, coronas derribadas,
Libertades memorables, manto de juventudes;
Quien insulta esos frutos, tinieblas en la lengua,
Es vil como un rey, como sombra de rey
Arrastrándose a los pies de la tierra
Para conseguir un trozo de vida.
No sabía los límites impuestos,
Límites de metal o papel,
Ya que el azar le hizo abrir los ojos bajo una luz tan alta,
Adonde no llegan realidades vacías,
Leyes hediondas, códigos, ratas de paisajes derruidos.
Extender entonces una mano
Es hallar una montaña que prohíbe,
Un bosque impenetrable que niega,
Un mar que traga adolescentes rebeldes.
Pero si la ira, el ultraje, el oprobio y la muerte,
Ávidos dientes sin carne todavía,
Amenazan abriendo sus torrentes,
De otro lado vosotros, placeres prohibidos,
Bronce de orgullo, blasfemia que nada precipita,
Tendéis en una mano el misterio.
Sabor que ninguna amargura corrompe,

Cielos, cielos relampagueantes que aniquilan.
Abajo, estatuas anónimas,
Sombras de sombras, miseria, preceptos de niebla;
Una chispa de aquellos placeres
Brilla en la hora vengativa.
Su fulgor puede destruir vuestro mundo.
        
   Luis Cernuda

sábado, 21 de enero de 2012

Poema de Jose Hierro



Desde esta cárcel podría
verse el mar, seguirse el giro
de las gaviotas, pulsar
el latir del tiempo vivo.
Esta cárcel es como una
playa: todo está dormido
en ella. Las olas rompen
casi a sus pies. El estío
la primavera, el invierno,
el otoño, son caminos
exteriores que otros andan:
cosas sin vigencia, símbolos
mudables del tiempo. (El tiempo
aquí no tiene sentido.)
Esta cárcel fue primero
cementerio. Yo era un niño
y algunas veces pasé
7 por este lugar. Sombríos
cipreses, mármoles rotos.
Pero ya el tiempo podrido
contaminaba la tierra.
La hierba ya no era el grito
de la vida. Una mañana
removieron con los picos
y las palas la frescura
del suelo, y todo —los nichos,
rosales, cipreses, tapias—
perdió su viejo latido.
Nuevo cementerio alzaron
para los vivos.

Jose Hierro

viernes, 20 de enero de 2012

Poemas de Aleixandre




               ADOLESCENCIA

Vinieras y te fueras dulcemente,
de otro camino
a otro camino. Verte,
y ya otra vez no verte.
Pasar por un puente a otro puente.
—El pie breve,
la luz vencida alegre—.
Muchacho que sería yo mirando
aguas abajo la corriente,
y en el espejo tu pasaje
fluir, desvanecerse.

A DON LUIS DE GÓNGORA

¿Qué firme arquitectura se levanta 
del paisaje, si urgente de belleza, 
ordenada, y penetra en la certeza 
del aire, sin furor y la suplanta?
Las líneas graves van. Mas de su planta 
brota la curva, comba su justeza 
en la cima, y respeta la corteza 
intacta, cárcel para pompa tanta.
El alto cielo luces meditadas 
reparte en ritmos de ponientes cultos, 
que sumos logran su mandato recto.
Sus matices sin iris las moradas 
del aire rinden al vibrar, ocultos, 
y el acorde total clama perfecto.


 A FRAY LUIS DE LEÓN

¿Qué linfa esbelta, de los altos hielos 
hija y sepulcro, sobre el haz silente 
rompe sus fríos, vierte su corriente, 
luces llevando, derramando cielos?

¿Qué agua orquestas bajo los mansos celos 
del aire, muda, funde su crujiente 
espuma en anchas copias y consiente, 
terso el diálogo, signo y luz gemelos?

La alta noche su copa sustantiva 
—árbol ilustre— yergue a la bonanza, 
total su crecimiento y ramas bellas.

Brisa joven de cielo, persuasiva, 
su pompa abierta, desplegada, alcanza 
largamente, y resuenan las estrellas.


 ACABA

En volandas,
como si no existiera el avispero,
aquí me tienes con los ojos desnudos,
ignorando las piedras que lastiman,
ignorando la misma suavidad de la muerte.
¿Te acuerdas? He vivido dos siglos, dos minutos,
sobre un pecho latiente,
he visto golondrinas de plomo triste anidadas en ojos
y una mejilla rota por una letra.
La soledad de lo inmenso mientras media la capacidad de una gota.
Hecho pura memoria,
hecho aliento de pájaro,
he volado sobre los amaneceres espinosos,
sobre lo que no puede tocarse con las manos.
Un gris, un polvo gris parado impediría siempre el beso sobre la tierra,
sobre la única desnudez que yo amo,
y de mi tos caída como una pieza
no se esperaría un latido, sino un adiós yacente.
Lo yacente no sabe.
Se pueden tener brazos abandonados.
Se pueden tener unos oídos pálidos
que no se apliquen a la corteza ya muda.
Se puede aplicar la boca a lo irremediable.
Se puede sollozar sobre el mundo ignorante.
Como una nube silenciosa yo me elevaré de mí mismo.
Escúchame. Soy la avispa imprevista.
Soy esa elevación a lo alto
que como un ojo herido
se va a clavar en el azul indefenso.
Soy esa previsión triste de no ignorar todas las venas,
de saber cuándo, cuándo la sangre pasa por el corazón
y cuándo la sonrisa se entreabre estriada.
Todos los aires azules...
No.
Todos los aguijones dulces que salen de las manos,
todo ese afán de cerrar párpados, de echar oscuridad o sueño,
de soplar un olvido sobre las frentes cargadas,
de convertirlo todo en un lienzo sin sonido,
me transforma en la pura brisa de la hora,
en ese rostro azul que no piensa,
en la sonrisa de la piedra,
en el agua que junta los brazos mudamente.
En ese instante último en que todo lo uniforme pronuncia la palabra:
ACABA.

                                                                                          Vicente Aleixandre
e

jueves, 19 de enero de 2012

Muerte y Juicio (Alberti)


  
                
        (MUERTE)
  A un niño, a un solo niño que iba para piedra nocturna, 
para ángel indiferente de una escala sin cielo... 
Mirad. Conteneos la sangre, los ojos. 
A sus pies, él mismo, sin vida. 
  No aliento de farol moribundo, 
ni jadeada amarillez de noche agonizante, 
sino dos fósforos fijos de pesadilla eléctrica, 
clavados sobre su tierra en polvo, juzgándola. 
Él, resplandor sin salida, lividez sin escape, yacente, 
juzgándose.
                 
        (JUICIO)
  Tizo electrocutado, infancia mía de ceniza, a mis pies, tizo yacente. 
Carbunclo hueco, negro, desprendido de un ángel que iba para piedra nocturna, 
para límite entre la muerte y la nada. 
Tú: yo: niño. 
  Bambolea el viento un vientre de gritos anteriores al mundo 
a la sorpresa de la luz en los ojos de los reciennacidos, 
al descenso de la vía láctea a las gargantas terrestres. 
Niño. 
  Una cuna de llamas de norte a sur, 
de frialdad de tiza amortajada en los yelos, 
a fiebre de paloma agonizando en el área de una bujía; 
una cuna de llamas meciéndote las sonrisas, los llantos. 
Niño. 
Las primeras palabras abiertas en las penumbras de los sueños sin nadie, 
en el silencio rizado de las albercas o en el eco de los jardines, 
devoradas por el mar y ocultas hoy en un hoyo sin viento. 
Muertas, como el estreno de tus pies en el cansancio frío de una escalera. 
Niño. 
Las flores, sin piernas para huir de los aires crueles, 
de su espoleo continuo al corazón volante de las nieves y los pájaros, 
desangradas en un aburrimiento de cartillas y pizarrines. 
4 y 4 son 18. Y la X, una K, una H, una J. 
Niño. 
En un trastorno de ciudades marítimas sin escrúpulos, 
de mapas confundidos y desiertos barajados, 
atended a unos ojos que preguntan por los afluentes del cielo, 
a una memoria extraviada entre nombres y fechas. 
Niño. 
Perdido entre ecuaciones, triángulos, fórmulas y precipitados azules, 
entre el suceso de la sangre, los escombros y las coronas caídas, 
cuando los cazadores de oro y el asalto a la banca, 
en el rubor tardío de las azoteas 
voces de ángeles te anunciaron la botadura y pérdida de tu alma. 
Niño. 
Y como descendiste al fondo de las mareas, 
a las urnas donde el azogue, el plomo y el hierro pretenden ser humanos, 
tener honores de vida, 
a la deriva de la noche tu traje fue dejándote solo. 
Niño. 
Desnudo, sin los billetes de inocencia fugados en sus bolsillos, 
derribada en tu corazón y sola su primera silla, 
no creíste ni en Venus, que nacía en el compás abierto de tus brazos. 
ni en la escala de plumas que tiende el sueño de Jacob al de Julio Verne. 
Niño. 
Para ir al infierno no hace falta cambiar de sitio ni postura.

Rafael Alberti

miércoles, 18 de enero de 2012

RECUERDO DE LA GUERRA




Decir que en Barcelona el mes de julio de 1997 fue caluroso sería describir el Everest como "una elevación en el terreno". Durante aquel tórrido verano conviví con Isa y Alonso en su casa toda una semana, y mucho me temo que convertí su apacible vida en un infierno. Pero a pesar de todo, ellos fingieron que se lo estaban pasando muy bien, y yo se lo agradezco enormemente. Este relato está dedicado a los dos.
RECUERDO DE LA GUERRA
* * *
Hay algunos acontecimientos que parecen cambiar tu vida de un modo radical. Normalmente se trata de eventos muy importantes, como el fallecimiento de un ser querido, una boda, el nacimiento de un hijo... y en otras ocasiones, es algo tan simple como abrir el periódico una mañana y ver casualmente a alguien en una fotografía. Acabo de sacar la pistola del cajón en el que la guardaba. Hace años que no la veía, ni siquiera sé si aún funciona, pero muy pronto voy a tener ocasión de comprobarlo... si Dios me ayuda.
Hace dos años todavía estaba escribiendo mi primera novela. Dicen que es la que más difícil resulta, aunque yo también he oído que la segunda es la que realmente te quita el sueño. A mí ninguna de las dos llegó a quitármelo, pero la primera, "Campos de Escarcha", sí que resultó ser un parto difícil. De hecho, llevaba tanto tiempo dándole vueltas en la cabeza, que cuando cogí vacaciones y todavía no había escrito ni una sola línea que no hubiera desechado después, decidí que había llegado el momento de agarrar el toro por los cuernos. Nunca había llegado a hacer algo así, pero en aquel momento me pareció una buena idea lo de aislarme en algún lugar poco conocido y en donde no me molestara el ambiente habitual. No necesitaba ningún maldito convento ni ingresar en alguna orden de clausura, simplemente algo diferente, donde apartarme de amigos, familiares, llamadas y periódicos. Y la oportunidad surgió cuando Guillermo me invitó a pasar el mes de vacaciones con él y su encantadora esposa Helena en su piso de Barcelona.
Había conocido a Guillermo durante una de esas pesadas convenciones políticas que se celebran de vez en cuando en la capital. El y yo habíamos sido enviados por nuestros respectivos periódicos, y para qué negarlo, la verdad es que él hizo casi todo mi trabajo, asistiendo a las reuniones y permitiendo que yo copiara sus artículos de tal modo que nadie notara el plagio, aunque luego yo le hice el favor de protagonizar la noticia más interesante de la convención, cuando caí por las escaleras y derramé una botella de vino sobre el vestido de la que luego sería primera dama. Desde entonces nos habíamos hecho grandes amigos, a pesar de la distancia que nos separaba, y estábamos en contacto gracias al correo electrónico y al esporádico envío de material de mutuo interés.
A pesar de todo ello, me sorprendió que cuando le comuniqué mi intención de alejarme de mi residencia habitual, me invitase a compartir su casa durante todo aquel mes. Por supuesto, en un principio me negué, aunque no tanto como para impedir que él hiciera una segunda oferta, que me apresuré a aceptar, si bien con las reservas habituales, no fuera a parecer demasiado ansioso.
Así pues, el día dos de julio llegué a la estación de ferrocarril de la ciudad. Nunca había estado allí antes, pero mi intención, como ya he dicho, no era la de hacer turismo, así que rápidamente cogí el primer taxi de la parada y pedí al conductor que me llevase a Feliú Casanova número 11.
- ¿Eh? ¿No querrá decir Rafael Casanova?
- No, no, nada de eso. Es Feliú.
- Pues no hay ninguna calle que se llame así.
- ¿Cómo no va a haberla, hombre? Allí vive un amigo mío.
- ¿Y no sabe usted por qué zona queda?
- No tengo ni idea. Es la primera vez que vengo.
El taxista tuvo que desplegar de mala gana un mapa y buscar rezongando en el callejero adjunto, hasta que por fin dio con lo que buscaba.
- ¡Aquí está! Caramba, pues en vaya sitio vive su amigo. Es una calle minúscula. Ni siquiera cabe el nombre en el mapa, - como si aquello pudiera servirme de excusa.
- Tanto me da. Usted lléveme allí, haga el favor.
Gruñendo y refunfuñando durante todo el trayecto, por fin unos veinte minutos después llegamos a lo que no era más que un triste callejón en el que a duras penas entraba un coche. A pesar de ello, los dos lados de la calle estaban ocupados por sendas filas de vehículos mal aparcados encima de la acera. La mayor parte de los automóviles eran modelos antiguos. A uno de ellos le habían quitado la puerta del conductor, sustituyéndola por un plástico. También me fijé en algunas matrículas, con letras rojas sobre fondo blanco. No sabría decir de dónde, pero eran claramente extranjeras.
Pagué el trayecto, y sin que casi me diera tiempo a sacar las maletas, el taxista arrancó a toda prisa dando marcha atrás, aparentemente liberado de tener que permanecer allí mucho rato. La calle apenas tendría unos veinte o veinticinco metros de largo: uno de sus extremos daba a otra callejuela de aspecto lúgubre y ceniciento, si bien no llegué a comprobarlo personalmente, y en el otro había un muro alto coronado por cristales rotos, alambre espinoso y matas de malas hierbas. Me fijé que los comercios parecían cerrados, aunque supuse que como ya eran más de las ocho, era lo normal. El único que aún permanecía con las luces encendidas era un local con un rótulo en el que ponía: "Iglesia Redencionista del Tercer Milenio". Algo parecido a un cántico de armonía más que discutible salía de su interior, tras unas puertas anchas de madera. Pasé por delante de otro portal, en el que una pareja de jóvenes desaliñados me miraron con lo que entendí era curiosidad. No tuve más remedio que fijarme en los números, levantando la vista por encima de la pareja. Nunca he sido de los que tienen miedo de pasear a oscuras por la noche, pero por algún motivo, aquel lugar me hacía sentir como un forastero deseoso de ser asaltado.
El número trece estaba casi al final, ya bastante cerca del muro. Ya me temía que tendría que llamar a la puerta con la aldaba, pero por suerte había un timbre. Llamé al primer piso, y en seguida reconocí la voz de Guillermo, tranquilizándome a través del portero automático.
- ¡Hola! - gritó al verme, haciendo desaparecer de este modo mis temores.
- ¿Pero es posible que tú vivas en este lugar? - dije con algo de sorna, tratando de ocultar un ligero temblor en mi voz.
- Qué quieres. Era la zona más barata cuando vinimos.
Subimos por la escalera, estrecha y muy oscura, hasta el apartamento del entresuelo. No pude evitar fijarme en la típica ventana que da a la escalera en las casas antiguas, y en la que justo encima de mí en aquel momento pareció entreabrirse, ocultando la sombra de una figura huidiza detrás de la reja. Más arriba del piso de Guillermo la oscuridad era total, y la escalera se doblaba en una curva que se me antojó imposible de superar.
Siempre me ha sorprendido la rara habilidad de alguna gente para convertir el interior de sus viviendas en una zona de agradable hospitalidad, a pesar del lugar en el que se encuentre situado el edificio. En efecto, el apartamento de mi amigo estaba decorado con el discutible pero evidente gusto de un intelectual, y allí dentro conocí a Helena y rápidamente me instalé, tomando posesión de un pequeño cuarto, un lugar justo como yo quería, con una sola silla de tapizado rojo y una mesa camilla en la que colocar mi ordenador portátil, en el que escribiría los primeros veintiséis capítulos de la novela.
Apenas hice vida social, pues me pasaba las horas encerrado en mi habitación, escribiendo y borrando capítulos enteros, salvando de paso a la humanidad de tener que talar más árboles por culpa de las hojas arrugadas. Muy pronto sentí que la inspiración corría por mis venas, y los personajes comenzaban a hablar por si mismos, tratando de librarse del encierro al que a duras penas les sometía mi mente. Nacieron y murieron, y algunos fueron cruelmente abortados, de tal modo que sólo algunos impulsos electrónicos llegaron a saber de ellos, pero iban configurando capítulo tras capítulo lo que serían sus "campos de escarcha".
Cuando ya habían pasado casi dos semanas desde mi llegada, apenas si había puesto los pies en la calle tres veces, todas ellas en busca de tabaco, y mientras descansaba arrellanado en el respaldo de la silla, sentí por primera vez los pasos sobre mi cabeza. Hasta entonces no los había oído, pero comprendí que debían haber estado ahí todo el tiempo. Evidentemente se trataba de los vecinos del piso de arriba, pero la cadencia de las pisadas me sonó extraña desde un primer momento. Sonaban arrastrados y débiles, como si su dueño o dueños se sirviesen de algún tipo de sandalias o zapatillas para caminar, haciendo crujir los tablones del suelo, y por algún motivo, pensé que debían estar dando vueltas en un círculo muy cerrado sobre mí.
No soy una persona especialmente meticulosa, pero aquel incidente rompió por completo mi concentración, que no pude recuperar hasta muchas horas después, cuando ya bien entrada la madrugada, volví a sentarme en la silla de alto respaldo y retomé el capítulo desde donde lo había dejado. Sin embargo, a los pocos minutos, volví a escuchar las pisadas, que ya había olvidado, y que nuevamente no sé por qué, entendí que habían estado ahí todo el tiempo.
A la mañana siguiente, pregunté a Guillermo quién vivía en el piso de arriba.
- Creo que un señor mayor.
- ¿No sueles comunicarte con tus vecinos?
- Con él no. Bueno, con casi ninguno. No hay mucho movimiento, por aquí - confesó.
- Pues este me parece que se mueve mucho. Ya empieza a ponerme nervioso. Esta madrugada se pasó toda la noche dando paseos encima de mi cabeza.
- Yo nunca he oído nada, pero claro, no suelo entrar en lo que es ahora tu cuarto por la noche.
No pude sacar muchas más conclusiones, pero decidí que debía olvidar el incidente cuanto antes, so pena de quedar no sólo como un gorrón, sino además como un mal vecino. Desgraciadamente, el señor de arriba no parecía ansioso por complacerme, porque esa misma noche volví a escuchar las mismas pisadas. Parecía dar vueltas y vueltas, arrastrando cajones o armarios, sin cansarse nunca. A veces se detenía unos pocos instantes, sin duda con la intención de hacerme creer que sus danzas habían finalizado. En realidad, me estaba volviendo loco, porque no pude escribir ni una sola línea más. Aquel rechinar y arrastrar continuo eran más de lo que un escritor aficionado podía soportar.
El día siguiente era sábado, y por la mañana, comenté con Guillermo la extraña situación.
- Una vez me lo encontré en el pasillo de la escalera, y cerró de golpe la puerta.
- ¿Y no sabes qué hace?
- Ni idea. Debe estar jubilado. Como está solo, es posible que no esté muy bien de la cabeza; parece bastante mayor, aunque sólo lo he visto un par de veces, y entre sombras.
- Menuda suerte la mía.
Como era lógico, no podía pedir a mis anfitriones que me cambiasen de habitación. Ya hacían bastante con tenerme allí, y de todas formas, me temía que las pisadas siguieran detrás de mí igualmente, persiguiéndome. Todo parecía diseñado para que yo diera el siguiente paso, y lo di dos días después, cuando ya había comenzado incluso a replantearme borrar todo lo que había escrito hasta entonces. Decidí subir a hablar con ese viejo.
Llevaba una semana sin salir de la casa, y ya había olvidado lo oscura y tétrica que era la escalera. Aunque en el apartamento se quedaron Guillermo y Helena, me llevé un juego de llaves conmigo, por si acaso. Las escaleras oscuras siempre me han dado miedo.
Dar los primeros pasos no fue nada sencillo, pero una vez comenzado, pensé que si me encontraba con algún vecino allí en medio, iba a creer que yo estaba loco o que tenía malas intenciones, así que procuré avanzar del modo más decidido posible. Sin embargo, el piso de arriba era distinto del entresuelo, y tuve que moverme por intuición. Había dos viviendas, una a cada lado de un estrecho pasillo, tan estrecho que no hubiera podido caber una persona sólo un poco más ancha que yo. Palpé las paredes en busca de alguna luz, pero al poco tiempo me rendí, temiendo que mis dedos encontrasen algún insecto reptante en el lugar donde debería haber un interruptor. Saqué el mechero que llevaba en el bolsillo y gracias a su fugaz llama encontré un rótulo en la puerta de la izquierda: "Sres. de Castells i Fabra". Esa no debía ser, así que me dirigí hacia la otra puerta, arrastrando los pies en el suelo, por el temor a tropezar.
Pero en la otra puerta tampoco había un nombre: realmente, no había ningún rótulo ni tan siquiera indicación de que aquella casa estuviera habitada. La puerta estaba tan sucia y vieja que era difícil creer que nadie hubiese habitado aquel apartamento en los últimos cien años. La madera había perdido su color original, si es que había tenido alguno, y una gruesa capa de polvo negro cubría la aldaba por completo, así que me abstuve de tocarla. Simplemente, di media vuelta y regresé por donde había venido, decepcionado de la excursión.
De nuevo con Guillermo, le pregunté:
- ¿Sabes cómo se llama el de arriba? En la puerta pone "Señores de Castells".
- ¿Has subido a mirar? Creí que habías ido a por tabaco.
- Pues he subido, y aquello parece la casa del conde Drácula. Todo polvo, muy viejo y sucio, un desastre. Y ningún nombre.
- No es Castells. Castells se marchó el año pasado. Me parece que murió.
- Se llama Francesc Roura - intervino Helena.
Guillermo y yo la miramos con curiosidad.
- ¿Cómo lo sabes? - preguntó su marido.
- Pues porque una vez vino por aquí y se presentó.
- No me habías dicho nada - dijo Guillermo, más sorprendido que molesto.
- No me lo preguntaste. Tampoco creí que fuera importante. Es un viejecillo bastante raro, con aspecto de personaje de novela de Dickens, con unas gafas oscuras muy simpáticas.
- ¿Cuándo vino? ¿Y qué quería?
- Por eso digo lo de raro. Fue hace cosa de un par de meses, en abril o mayo, no lo recuerdo exactamente. Me preguntó si tenía el periódico del día. Se lo alcancé, pero él pareció decepcionado, apenas si le echó una ojeada a la cabecera, y lo dejó. No sabría decirte si estaba contento o muy triste, pero no me dijo nada más y se marchó.
- Ya. Debe estar algo mal de la cabeza. ¿Sabes si vive solo? ¿No tiene nadie que le cuide o que pase a verle?
- Vive solo, o eso me dijo. Pero tampoco parece estar tan mal como para necesitar a nadie. Al menos, para hacer sus cosas.
Esa noche tampoco pude escribir nada. En dos o tres ocasiones estuve a punto de subir las escaleras, indignado, pero el recuerdo de lo que había encontrado la última vez me lo impidió en el último momento. También pensé en la idoneidad de dar yo mismo unos cuantos golpes, pero esto hubiera causado más molestias a mis anfitriones de las que posiblemente hubiera escuchado el inquieto vecino de arriba.
Ya lo había dejado por imposible, y trataba de acostumbrarme al ruido del mejor modo posible, poniéndome tapones en los oídos, o dejando algo de música que tapara el sonido, pero al cabo de dos días, Helena me dijo:
- Esta mañana vino el vecino de arriba. Ha preguntado por tí.
- ¿Qué? ¿Ha venido? ¿Y ha preguntado por mí?
- Quiere que subas a verle.
- ¿Estás segura? ¿Y de qué me conoce?
- No lo sé. Estuvo un minuto, me dijo que fueras y se marchó. Por como lo dijo, creí que tú le conocías ya. Tenía prisa.
No supe si la prisa la tenía ella o el misterioso vecino de arriba, pero no pregunté más, y la cuestión era que en aquel momento ya me hacía muy poca gracia ir a ver a un viejo chiflado a su casa, que suponía debía ser un museo de antigüedades. Todo esto tenía muy poco sentido. Sin embargo, ya deseaba terminar con todo el misterio, y me decidí a subir.
De nuevo encontré la puerta cerrada, polvorienta y sucia. Como no había ningún timbre y no quería tocar la aldaba, temiendo lo que pudiera ocultarse tras de ella, pensé en llamar con los nudillos. Sin embargo, cuando me disponía a aporrear la puerta, ésta se abrió. Entre las sombras apareció la figura diminuta de un viejecillo encorvado, con unas gafas de sol. Su enorme nariz ganchuda y su barbilla prominente, oculta tras una barba apenas sin afeitar, le daban un aspecto tan característico que por un instante pensé que todo se trataba de una broma.
- Señor Estrada. Le esperaba. Pase, por favor. - Su acento era tan profundamente catalán que tuvieron que pasar unos segundos hasta darme cuenta de que me había hablado en castellano.
Aún no me atrevía a preguntar nada, así que entré tras el viejo. La casa estaba a oscuras, las persianas y las contras habían sido cerradas con los pestillos; la única luz que había era la artificial y amarillenta del cuarto del fondo, al que me condujo mi anfitrión. Una vez allí, pude apreciar un salón totalmente desordenado, con viejos muebles de madera negra apolillados, lleno de papeles, recortes, y de grandes pilas de diarios esparcidas por el suelo. El olor era a cerrado, aunque no totalmente desagradable.
- Esto parece el archivo de la redacción de mi periódico - dije sonriendo, para intentar descongelar el ambiente.
El señor Roura me miró con su rostro cetrino y amargado. Las gafas de sol no lograban disimular del todo unas ojeras grandes y violáceas. Aunque estaba casi calvo, mantenía el pelo muy largo por detrás, cayéndole en grandes mechones grises por los hombros y la espalda. Su aspecto era repulsivo, el de un viejo excéntrico. Se sentó en una mecedora junto a la mesa camilla que había en el centro de la habitación, y con un gesto me invitó a sentarme en el sofá.
- Sé que es usted periodista, por eso le he pedido que venga a verme.
- No entiendo, - repliqué.
- Me gustaría que me ayudara, señor Estrada.
- ¿Y en qué puedo ayudarle, señor...? - dejé la pregunta en el aire, esperando que él me confirmara su apellido, pero esperé en vano.
- A usted le permitirán acceder más fácilmente que a mí a algunos lugares. Le necesito para que me acompañe. Tengo que entrar en la sede del Gobierno autónomo.
- ¿Qué dice? Oiga, si está pensando en alguna broma, mire, pues yo...
- No se esfuerce en darme excusas absurdas. Me sabrían muy mal, y tengo poco tiempo. Todos tenemos poco tiempo.
- Claro. El tiempo es oro... - dije, tratando de cortar la conversación. Ya empezaba a hartarme.
- No se marche. Como comprenderá, no le habría hecho venir aquí sin ofrecerle más explicaciones.
- No necesito más explicaciones. Es que no puedo ayudarle, es así de simple. Yo no soy de aquí, ¿sabe? No puedo entrar así como así, porque yo quiera.
- Deje que le explique mis motivos. Estoy seguro de que lo entenderá.
Me senté con un suspiro. Estaba seguro de que aquello sería una pérdida de tiempo lamentable. Odio a los malditos viejos locos. ¿Es que acaso no hay asilos para gente como aquella? ¿Qué hace nuestro gobierno para evitarlo?
- Tengo que ver al señor Manuel Puy, que trabaja en el Departament de Gobernaciò. Y es imprescindible que lo consiga antes del día trece.
- ¿Porque trae mala suerte? - Pregunté con sorna.
- El asunto no es de su incumbencia, por el momento. Pero más adelante lo sabrá, puede estar seguro.
- ¿Quién es ese Puy? ¿Algún familiar suyo? ¿Es algo de su pensión? Mire, creo que eso no se arregla en el departamento que dice; no estoy seguro, pero debe haber otros más adecuados.
El señor Roura me miró con un gesto de profundo desprecio.
- Le repito que el asunto no es de su incumbencia. Sólo tiene que acompañarme. Es imprescindible.
- Mire, pues no. - Me levanté. - Ya me tiene harto, déjeme en paz. No sé por qué me ha llamado ni de qué me conoce, pero esto es ridículo. He venido a Barcelona a trabajar en un proyecto importante, no puedo ir por ahí acompañando a personas mayores. - Estuve a punto de decir "viejos", pero me contuve.
- Lo sé. Es su novela. "Campos de escarcha". La he leído.
- ¿¡Qué!? - Estaba sorprendido - ¿Cómo dice? ¿Que la ha leído?
Pensé en lo que quería decir con eso. No podía haberla leído, era imposible. Mi portátil no estaba conectado a ninguna red, salvo la eléctrica, y nadie tenía acceso a los datos, como no fuera entrando en la casa, encendiendo el ordenador, y claro está, conociendo mi clave de acceso. De hecho, en aquel momento yo ni siquiera sabía cómo iba a titular mi novela, pero por algún motivo, ni siquiera me planteé eso. Su simple mención me hizo sentir como si realmente hubiera estado leyendo mi obra. Espiado.
- Mire, esto es el colmo. Adiós, señor Roura. Que lo pase bien. - Y antes de enfilar el pasillo, me di media vuelta, recordando el principal motivo de mi visita. - Por cierto, ¿es usted el que se pasa toda la noche dando golpes? Ya me tiene harto.
- No puedo evitarlo. Estoy buscando datos, y como le he dicho, nos queda poco tiempo.
- A mí algo más que a usted - le dije un poco cruelmente, así que en mi siguiente frase traté de no ser tan brusco. - Por favor, absténgase de hacer más ruido. Me es imposible concentrarme por las noches. Es una pesadilla.
- Señor Estrada, creo que podemos llegar a un acuerdo... - me miró esgrimiendo una fea sonrisa, tras la que asomaron unos dientes amarillos.
No estoy seguro de cómo lo logró aquel viejo huraño, pero sencillamente me convenció. Me dijo que su trabajo era muy penoso y que necesitaba muchas horas diarias de investigación, por lo que no podía dejar de hacer ruido. La única solución era que yo le acompañase hasta la sede de la Generalitat, donde a mí me resultaría relativamente sencillo entrar, con la ayuda de mi carnet de prensa. El resto, aseguró, era cosa suya.
Regresé al apartamento de Guillermo, sin poder creer que realmente hubiera mantenido aquella conversación. Esbocé unas pocas excusas cuando mis anfitriones me preguntaron de qué habíamos hablado, y me encerré en mi cuarto. De pronto, la inspiración había llegado de nuevo, y aquella noche el viejo de arriba dejó de hacer esos molestos ruidos.
Al día siguiente, martes once, ya estaba a punto de crear la excusa perfecta para deshacerme del señor Roura, pero cuando la tenía a medio formular, apareció por la puerta. Apenas eran las siete y media de la mañana.
- Buenos días - dijo, como si realmente creyera que el bochornoso día que empezaba a caer encima mereciera aquel alegre epíteto. Llevaba puesto un traje de pana marrón, que le daba un aspecto todavía más repulsivo del que tenía naturalmente. Su pelo grisáceo y ondulado caía en mechones sobre la espalda.
- Será mejor que acabemos con esto cuanto antes - dije yo, levantándome y sin dar más explicaciones. Guillermo y Helena me miraron extrañados, como si me hubiera vuelto loco, pero logré eludir sus preguntas y salimos a la calle. El señor Roura me entregó un sobre antes de salir del portal:
- Esto es muy importante. Guárdelo por el momento. Tal vez se lo pida más adelante.
Otra de esas estúpidas extravagancias, supuse, y guardé el papel en el bolsillo, arrugándolo a propósito delante de su cara. Tuvimos que pedir un taxi. El señor Roura aseguraba que la sede de la Generalitat "había cambiado" y que por eso no recordaba dónde estaba. Al oír aquel comentario, el taxista nos miró con una cara que me hizo sonrojar. Le hubiera gritado que yo no conocía a aquel tipo, pero ya era inútil. A pesar del taxi, tuvimos que dar muchas más vueltas por calles estrechas y bajo un sol de justicia. Cuando por fin dimos con la Plaça de Sant Jaume, yo sudaba a chorros, pero el señor Roura parecía ni inmutarse. Sólo verle con aquel traje me hacía sentir sofocado.
En la entrada del Palacio había un policía. Me adelanté, antes de que el viejo lo estropeara todo:
- Buenos días. Prensa escrita. Tengo una cita con el señor Manuel Puy, para una entrevista.
- ¿Puy? No le conozco. ¿Me dice su nombre, por favor?
Le dije mi nombre y la agencia para la que trabajaba. Este truco solía servir casi siempre, pero no contaba con que tuvieran una lista. El guardia sacó una carpeta y empezó a repasar nombres. En mi mente comenzaron a agolparse algunas excusas para salir del aprieto, pero lo que no me esperaba era que el policía dijese:
- Aquí está. Ah, sí. Ya estuvo usted ayer, ¿no?
- Ehm... sí. - traté de que la mentira no se dibujase tanto en mi rostro como yo suponía lo estaba haciendo.
- ¿Me permite el carnet, por favor? No, ese no, el DNI.
Se lo entregué, y el policía tomó nota en su cuaderno. Luego miró con extrañeza al señor Roura:
- ¿Y usted quién es?
El señor Roura dijo algunas palabras en catalán que no entendí del todo, pero me pareció que quería hacerse pasar por mi fotógrafo. Me puse a temblar, pero finalmente el guardia también aceptó su carnet y apuntó el nombre en el cuaderno.
Una vez dentro, me volví hacia él:
- ¿Se puede saber qué diablos le ha dicho?
- Que soy su fotógrafo y que veníamos a buscar mi cámara, que dejó usted ayer, por descuido.
- Siempre tengo que quedar yo mal, ¿eh? ¿Y por qué mi nombre estaba en la lista?
- Ya lo tenía previsto. Ayer entró un colega suyo de un periódico local, para una rueda de prensa. Ambos tienen el mismo apellido.
- Bueno, sea lo que sea, me da igual. Ya lo ha conseguido. Ahora, vámonos de aquí.
- Ni lo sueñe. Tengo que ver al señor Puy.
- Pues yo no, así que me marcho.
- Si se va usted, me dejará en una situación muy complicada. Debe acompañarme.
- La complicación ya la tenemos ahora. ¿Qué vamos a hacer? Mire, sea razonable y venga conmigo, nos vamos a casa y descansamos, ¿qué le parece?
Pero no fue razonable, ni quiso acompañarme. De hecho, fui yo quien le siguió a regañadientes por los pasillos del palacio, hasta dar con un despacho en el que entró sin llamar. Una sala en la que había un gran número de funcionarios trabajando nos recibió.
- ¿Qué hacemos aquí? - Yo ya me había hecho a la idea de que Puy debía ser un funcionario de alto rango, con su propio despacho.
Pero Roura no me contestó. Con paso decidido, se dirigió hacia una de las mesas del fondo, en la que había un individuo, de unos veintitantos años, pero ya casi calvo, y con unas gafas redondas, aparentemente absorbido por el trabajo.
- Oiga, ¿qué quieren ustedes...? - se atrevió a preguntar una chica que nos salió al paso. Sin embargo, Roura la empujó con desdén a un lado, y continuó su marcha imparable. Yo para entonces ya me temía lo peor, y me deshacía en excusas con la chica. No pude evitar que Roura sacase una pistola de la gruesa chaqueta, y empuñándola firmemente, apuntase al funcionario del fondo. Ni siquiera le preguntó su nombre, simplemente disparó.
De inmediato, comenzaron los chillidos, y yo me lancé a por el viejo, antes de que pudiera disparar otra vez. Su víctima había caído detrás de la mesa, y el segundo disparo que resonó en mis oídos se incrustó contra la pared.
* * *
No salí de la comisaría hasta bien entrada la noche, cuando por fin pude convencer a todo el mundo de que yo no tenía nada que ver con aquel atentado, que no conocía al señor Puy, y que sólo había accedido a los deseos de aquel viejo maníaco tras haber sido engañado. De todas formas, me pidieron que no abandonase la ciudad en los próximos días, y que me mantuviera localizable. Cuando abandoné las dependencias policiales, hambriento, cansado y empapado en sudor, apenas si podía creer lo que había sucedido. ¿Cómo no me había dado cuenta de que aquel tipo era un chiflado? Realmente eso fue lo que me salvó, el hecho de no tener ninguna relación con él. Incluso pude mantener una breve conversación con el señor Puy, quien sólo había resultado levemente herido en un brazo. Me aseguró que nunca había visto a Roura en su vida, y que desconocía por completo sus motivaciones. Me impresionó su determinación de no presentar denuncia, porque sabía que esa clase de locos las hay en todas partes y que su lugar no es la cárcel sino alguna institución psiquiátrica. No pude por menos de estar de acuerdo con él.
De nuevo en el apartamento, Guillermo y Helena se interesaron por mí, y lo único que pude decirles con algo de coherencia fue expresar mi alegría por la detención de ese lunático, que ya no volvería a molestarme. Helena era la que más sorprendida se mostró, mientras que Guillermo sólo estaba molesto por la aparición de la Policía, que había venido a interrogarles. Por supuesto, ambos sólo pudieron decir que no sabían nada.
- Pobre señor Roura - dijo Helena - a mí no me pareció mala persona.
- ¿Cómo puedes decir eso? Si es un asesino. Casi mata al tipo ese; vete tú a saber, podría habernos matado a nosotros - replicó Guillermo.
Al día siguiente no me atreví ni a leer los periódicos, temiendo ver mi nombre escrito allí. Por suerte, sólo alguno de los diarios más sensacionalistas había dado el dato del "acompañante" del chiflado que trató de cargarse a un funcionario, e incluso se atrevía a recordar mi pertenencia a la asociación de periodistas opuesta a la del redactor de aquella noticia, exponiendo la teoría de que tal vez fuera ese acompañante el que obligó a actuar tan salvajemente al señor Roura, ya que el viejo estaba medio ciego y no podía haber ido allí solo. Sólo me tranquilicé tras comprobar que nadie más hacía caso de aquellas sugerencias diabólicas.
Una semana después, cuando todo el asunto había quedado olvidado, y yo trataba de hacer como si nada hubiera ocurrido tecleando furiosamente todas las noches en mi portátil los penúltimos capítulos de la novela, recibí una llamada de la Policía. Sorprendentemente, me preguntaron si había vuelto a ver a Roura.
- ¿Volverle a ver...? ¡No! ¿Es que le han dejado en libertad? ¡No puedo creerlo! ¿Qué clase de justicia tenemos?
- No se trata de eso. Pero, ¿entonces no le ha vuelto a ver? ¿está seguro?
- Claro que estoy seguro. ¿Por quién me toma?
- Bueno, bueno, ya hablaremos, - y colgó.
El día 20 de junio la noticia salió en el periódico, si bien en un recuadro tan pequeño que casi quedaba tapado por una esquela cercana. El señor Roura había desaparecido. La Policía carecía por completo de pistas, según el redactor de la noticia. A mí lo que me extrañó fue que dijera "desaparecido" y no "huido". Un periodista siempre está atento a este tipo de detalles, así que de inmediato llamé a mi colega del diario local.
- No sé lo que sucedió - me dijo, - yo me he limitado a escribir lo que me explicó mi contacto en la comisaría, que fue bastante parco en palabras.
- Pero eso de "desaparecido"...
- No lo sé. El tema ya no tiene mucho interés, así que lo dejamos correr.
- Claro.
Para entonces, mi novela estaba lo suficientemente adelantada como para permitirme un pequeño descanso, así es que me propuse realizar una investigación por mi cuenta. Lo primero fue regresar al piso de arriba, pero como era de suponer, la puerta estaba cerrada. Le di un pequeño empujón, pero no cedió.
Y el siguiente paso fue ir de nuevo a la comisaría de policía. Yo temía que no quisieran hablar conmigo, pero ante mi sorpresa, el comisario mandó llamarme en cuanto supo que estaba allí preguntando.
- ¿De qué conocía usted al señor Roura? - me preguntó.
- De nada. Un día me pidió que subiese a su casa, como ya le conté.
- ¿Y está seguro de que no le conocía de antes? Piénselo bien.
- No tengo por qué pensarlo. ¿A dónde quiere usted llegar?
- Mire, - dijo por fin, sacando un sobre grande marrón de uno de los cajones de su mesa - ¿sabe lo que es esto?
- Si mi vista no me engaña, yo diría que es un sobre.
El comisario no pareció compartir mi chiste, así que abrió el sobre por uno de sus extremos, y vació su contenido sobre la mesa. Cayeron unas llaves que tintinearon en el cristal. Me quedé mirándolas, y luego levanté la vista hacia el comisario, cuyos ojos estaban clavados en los míos.
- ¿Reconoce estos objetos?
- No.
- Son del señor Roura. Había solicitado en multitud de ocasiones que se las entregásemos a usted.
- ¿A mí? ¿Por qué?
- Esperaba que me lo dijese usted.
- ¿De qué son estas llaves?
- De la casa. Como comprenderá, entramos hace unos días con la correspondiente orden judicial, y la registramos de arriba a abajo.
- ¿Encontraron algo?
- Eso es secreto sumarial. Pero ahora, me gustaría pedirle un favor.
- ¿Qué tipo de favor? - pregunté receloso.
- Llévese estas llaves. Tras la fuga del señor Roura, no nos son de utilidad, aunque realmente tampoco lo eran antes. Y él había pedido que se las entregásemos a usted. Si encuentra algo, comuníquenoslo de inmediato. Estaremos en contacto.
Accedí, aunque no tenía muy claro lo que estaba sucediendo. El comisario no quiso contarme las circunstancias de la fuga del señor Roura, si bien confesó que estaban haciendo todo lo posible, y que nunca les había ocurrido algo semejante.
Regresé a la calle Feliú Casanova y subí directamente al piso primero. La puerta de la casa del señor Roura seguía tan cerrada como siempre: nadie podría decir que había sido traspasada para un registro hacía poco. Encontré la cerradura con alguna dificultad, pero menos de la que tuve para averiguar cuál de todas aquellas llaves abría el domicilio de un viejo chiflado. Finalmente, di con ella y la puerta giró sobre sus goznes con un chirrido que yo no recordaba de mi primera y hasta entonces única visita previa.
La cerré tras de mí, y de inmediato me dirigí a las ventanas, tratando de abrir alguna. El calor era sofocante, y la única luz de la casa seguía siendo la del fondo del pasillo, en la sala, que habían dejado encendida. El paso del aire fresco comenzaba a ser más una urgencia que una necesidad. Me dio la sensación de que el olor que se respiraba era distinto, como si todos aquellos papeles que vi amontonados la primera vez hubieran comenzado a apolillarse al mismo tiempo.
Ninguna ventana podía abrirse. Logré, con mucho esfuerzo, abrir una contra, pero descubrí que detrás de ella sólo había unos tablones ennegrecidos que impedían por completo el paso de la luz, de un modo tan meticuloso que no pudo dejar de sorprenderme. Todas las ventanas habían sido clausuradas del mismo o semejante modo, así que tuve que limitarme a intuir más que ver lo que había por las distintas habitaciones, dado que a pesar de mis intentos, no pude encontrar ningún interruptor. Di con una pequeña cocina, un cuarto de baño apestoso y varias habitaciones totalmente vacías, en las que se amontonaba el polvo. Finalmente, me dirigí hacia la sala, el lugar que había visto por primera vez.
Se encontraba igual que cuando la visité anteriormente. Encima de la mesa camilla había amontonados un montón de recortes y papeluchos con garabatos, y todo alrededor las pilas de periódicos y revistas se desperdigaban con un desorden sólo incrementado tras el registro policial. Observé que la luz de la bombilla desnuda titilaba mientras caminaba por los crujientes tablones de madera negra, y temiendo que pudiera apagarse justo en aquel momento, me pregunté dónde estaría el interruptor. Pero tampoco di con él.
Me senté en la mecedora, y cogí al azar algunos de los papeles. Eché la vista sobre algunas pilas de periódicos, pero no encontré nada de particular. Eran diarios atrasados, amontonados sin ningún orden concreto, y parecían llegar bastante lejos en el tiempo. Supuse que el viejo había estado coleccionando aquella basura como parte de su chifladura. Miré todo alrededor. Ningún cuadro en la pared, sólo un calendario ajado y amarillento. Encima de una cómoda y apoyada contra la pared había una fotografía en color, que examiné meticulosamente. En ella aparecía una mujer con niños pequeños en un parque. El papel de la foto era de una calidad que yo no conocía, así que la recogí para verla con más luz, cuando bajase. Guillermo era más experto que yo en este tema.
En ese momento, recordé el sobre que me había dado Roura. Lo extraje del bolsillo de atrás de los vaqueros, doblado y arrugado. Dentro había una carta. La desdoblé y la leí:
"Estimado señor Estrada,
Espero que pueda leer esta carta una vez yo haya cumplido con lo que tenía que hacerse. Si es así, todavía tenemos una esperanza.
Sin embargo, existe la posibilidad de que todo haya fracasado, por algún motivo que ahora no puedo imaginar. En ese caso, por favor, siga leyendo, sin pretender comprender por el momento, pues el futuro de todos nosotros puede estar en sus manos.
Yo nací el 7 de septiembre de 1967. Sí, sé que eso significa que sólo debería tener veintinueve años, pero como habrá podido comprobar, no es así. En realidad tengo setenta y nueve años. Créame, no estoy loco. Tengo documentos que prueban lo que digo. Usted mismo puede ir al Registro Civil a comprobarlo. Pero todo sería una pérdida de tiempo. Es necesario apresurarse.
El 18 de mayo del año 2027, la Unión Europea entró en estado de guerra con la Organización Panislámica. No es momento de explayarme en los motivos ni en las consecuencias, pero debe saber que grupos terroristas amenazaron con hacer explotar bombas atómicas y numeroso arsenal bacteriológico si no se satisfacían sus exigencias. El 27 de julio la ciudad de Barcelona fue totalmente destruida en uno de estos ataques. Mi mujer y yo residíamos en Barcelona, y habíamos acatado las órdenes de las autoridades de cerrar todas las ventanas, cuando vimos a través de las rendijas cómo la luz del día se convertía en un blanco insoportable, hasta cegarnos por completo.
El resto no puedo explicarlo, porque cuando desperté, me encontraba en este edificio. No sé qué ocurrió. Mi casa había sufrido daños, mi mujer había desaparecido, y fuera... ya no era lo mismo. Por algún motivo que no alcanzo a comprender, había sido trasladado treinta años atrás, y estaba solo.
Sin embargo, ahora tenía una segunda oportunidad. Pude enterarme que estábamos a 18 de mayo de 1997. Podría haber ido a buscar a mi futura mujer, pero sabía que sería inútil. Nunca me hubiera creído, y aunque lo hubiera hecho, no hubiéramos adelantado nada. Mi única posibilidad era evitar la guerra.
En el año 2026 Manuel Puy no es la misma persona que hoy. Cambiará, o algo le hará cambiar. No sé por qué, nadie lo sabe, pero hace tres meses se descubrió su implicación en un asunto de tráfico de armas. Es un funcionario corrupto. Huyó del país, y ahora trabaja con Ali Ibn Hazm, el terrorista más buscado del mundo. Sabemos que fue él quien proporcionó las armas, la información y la infraestructura a la Organización Panislámica.
En estos dos meses he estado buscando a Puy por todas partes, tenía que aparecer tarde o temprano... y por fin lo he descubierto, en una noticia casual del periódico. En estos momentos no es más que un simple funcionario del gobierno autónomo catalán, pero a estas alturas ya ha pedido un traslado, y el día 13 marchará a Madrid a ocupar un puesto en el Ministerio del Interior. A partir de ahí su carrera será imparable. Debe ayudarme, señor Estrada. Ahora es cuando todavía es vulnerable y podemos detenerle.
Si cuando lea esto Puy ya ha muerto, ahora sabe usted la verdad. Encontrará numerosa documentación en mi casa, incluyendo pruebas de que cuanto le he referido es cierto. De todas maneras, le pido que no pierda su tiempo en buscarlas. Actúe ya mismo. Es usted nuestra última esperanza.
Francesc Roura"
Asombrado y asustado por lo que acababa de leer, doblé de nuevo la carta, y la guardé en el sobre. Así que eso era. Este viejo chiflado había adquirido una manía peligrosa. Mi fuerte no es la psiquiatría, pero estaba claro que Roura sufría algún tipo de paranoia aguda. Golpeé la carta en la palma de mano, sonriente, mientras pensaba en mi descubrimiento: debía informar cuanto antes al comisario.
Pero en aquel momento, levanté la vista. Maldita sea, levanté la vista y nunca debí haberlo hecho, porque justo entonces fue cuando me fijé en el calendario de la pared. Era uno de esos de cartón o plástico, publicitarios, de una sola hoja, con todos los meses juntos. Y en lo alto, una fecha, con letras grandes y desdibujadas, pero aún rojas: 2027.
Me levanté y estuve un buen rato fijándome en él. No sabía si el calendario era correcto, pero parecía auténtico. No podía serlo, por supuesto, se trataba de algún juego, quizás una de esas cosas que se compran en las tiendas de artículos de broma, y que el viejo se pasó mirando tanto tiempo que acabó enloqueciendo. Esa era una buena explicación, porque cualquier otra hubiera sido demasiado difícil de aceptar. No había nadie conmigo, pero instintivamente miré alrededor antes de arrancar aquella blasfemia temporal de la pared. Estaba hecho de plástico, de un tipo que no pude identificar, posiblemente por lo ajado que se encontraba; lo doblé y me lo metí en el bolsillo.
Ya me iba a marchar, cuando se me ocurrió echar un vistazo a los periódicos, sólo para tranquilizarme. Evidentemente, eran de fechas bastante cercanas. Casi todos los diarios que uno puede comprar en el quiosco durante tres meses seguidos. Los había incluso en algunas lenguas extranjeras, árabe incluido. Aunque de estos últimos no estaba seguro, las fechas coincidían en todos los demás: mayo, junio y julio. Todos de este año. Así pues, mi teoría iba ganando enteros.
Sin embargo, observé que uno de los diarios estaba marcado con una hojita. Lo abrí por esa página, casi deseando no encontrar nada anormal, contrariando mi espíritu de periodista. Como me imaginaba, allí no había nada del otro mundo, sólo las noticias locales habituales: recepción del Alcalde, visita de un dignatario, protesta de los vecinos de no sé dónde... oh, no... y un premio al funcionario distinguido del mes, Manuel Puy Hidalgo.
Todo aquello no probaba nada, evidentemente, excepto la paranoia de Roura. Dirigí inadvertidamente mi atención hacia la hojita marcadora. Se trataba de una quiniela. Tal vez no de esta temporada, claro, sino alguna hace mucho tiempo, por lo menos de los cincuenta. El boleto estaba tan ajado y amarillento como el resto de los papeles. Hacía tiempo que no veía ninguna, el fútbol no me interesa demasiado, así que no tenía ni idea. Y sin embargo, cuando leí en la casilla nueve F.C. BARCELONA - RACING DE FERROL, algo llamó la atención en mi subconsciente.
Ya más tranquilo, recogí la foto suelta de la cómoda, y bajé a hablar con Guillermo de todo aquel asunto. Me aconsejó que llamase al comisario para decirle lo que había encontrado, así que le telefoneé, y en media hora había llegado un agente de paisano. Recogió la carta y el calendario, y se marchó, mostrándose de acuerdo conmigo en mis apreciaciones. Roura había ido elaborando una esquizofrenia paranoide de gran complejidad, en la que tuvo mucho que ver aquel calendario, además de la clásica demencia senil, claro está. Aseguró que investigarían su lugar de procedencia y me mantendrían informado.
Un rato después, me acerqué a Guillermo y le mostré la foto que había encontrado arriba:
- ¿Has visto este tipo de papel alguna vez? Por detrás pone "Kodak", pero yo no lo conozco - le pregunté.
- Es raro, sí... rugoso, pero muy fino. Parece como esas imágenes de feria, que si las cambias de posición, parecen moverse. ¿Y qué sitio es este?
- No lo sé. ¿Es que no es Barcelona?
- Esto de aquí delante es el parque de María Cristina, evidentemente, pero fíjate en estos railes del fondo, como los del tren ultrarrápido japonés: no están allí.
- ¿Cómo que no están allí?
- Que no hay ningún tren que llegue hasta el parque de María Cristina.
Mi corazón dio un vuelco. De pronto, se me ocurrió una idea:
- ¿Sabes si el Rácing de Ferrol ha jugado alguna vez en primera división?
- Tal vez en sueños, - sonrió.
- O en una pesadilla - musité.
* * *
En los siguientes días volví a la comisaría. Allí me dijeron que no habían enviado a nadie para recoger ninguna carta y no sabían nada de ningún calendario. Seguían sin querer decir nada acerca de la fuga de Roura.
En el Registro Civil no me quisieron atender, no podía obtener ninguna información acerca de nadie, excepto yo mismo, si no es con una orden judicial. Pedí a varios de mis contactos que hiciesen todo lo posible por obtener el certificado de nacimiento de un tal Francesc Roura, pero cuando semanas después me informaron de que allí no había nadie con ese nombre, caí en la cuenta de que Roura podía no haber nacido en Barcelona.
Acabé de escribir mi novela en septiembre, y sin saber muy bien por qué, la titulé del mismo modo del que el viejo me había sugerido... ¿o simplemente se limitó a darme un dato antiguo?
Guillermo y Helena dejaron aquel sucio edificio y se trasladaron al centro de Barcelona. A pesar de mis esfuerzos, no he podido encontrar de nuevo la casa de la calle Feliú Casanova. Alguien me dijo que había sido demolida.
Respecto a Puy, acabo de ver su fotografía en el periódico. Ha sido nombrado subsecretario del Ministerio de Defensa por el nuevo Gobierno, con acceso directo a todos los secretos de Estado posibles.
Mientras miro la pistola, pienso que tal vez aún haya alguna esperanza.