Toda la noche los
oímos volar:
su vuelo era el dibujo orbicular de los
presagios,
la simiente derramándose en lo oscuro.
Durante
noches infinitas desvelados
no supimos leer en la penumbra el
aleteo.
Nada enseñaba
ya San Juan después de tantos siglos,
Ni oscuridad sonora ni cena
que lograra
enamorarnos. Somos los abandonados de la fe,
los
sumidos de álgida alegría y rechinar de dientes.
Como advertir
las lides del amor, los mensajes
de las calandrias en la
sombra
sin festines de San Juan ni recreo de los sentidos,
con
nuestras conjeturas habituales
desvaneciéndose en el aire.
Si se
inundaba de pétalos la noche y no
nos enterábamos.
Se colmaba de
juncos amarillos cada hebra abierta
del otoño, de besos
desbordantes,
de la ternura que ahora se vuelca compartida
y
que creímos se había perdido para siempre.
No veíamos
ninguna de estas cosas.
No entendimos
lo que el sueño traía a diario
en su arpillera. No
comprendimos
la fábula que iba depositándose en furias
y
poemas
sobre el párpado. Ni los nenúfares
que enrojecían a
la luz y perforábanse de arpegios
si se juntaban nuestras manos.
No asumimos
la asfixia del deseo
alojado en su arco interminable de inocencia.
Era un vuelo
de aves lo que oímos pasar,
un alvéolo de estrellas que hace
miles de años
están muertas y fosforescen todavía.
Ah, fuga de
los dioses, abandono, torrentes
de la lluvia, gritos de cimarrón,
de profecías
incumplidas en los montes. Himnos vedas
himnos
pánicos, misterio inasible del amor,
anclaje vegetal de
una pasión, su anillo de oro,
celo ensordecedor de la cigarra,
la
verde seducción de su quejido, de su vientre
al temblor de la
corteza de los arces.
Descorre los
visillos. Que nos visiten
el cuello arqueado de la anémona,
el
sibilante ruego del país perdido,
los coros de aves
cubiertas de guirnaldas.
Desde el
coral los canes mudos del cronista
anuncian el regreso de los
dioses.
Hinchan de almizcle las vasijas con sus fértiles
danzas.
Desasidos de todo van cayendo exhaustos
sobre nuestros cuerpos
dormidos, desnudos.
Lourdes Gil