A LA
SOCIEDAD FILOIÁTRICA EN SU INSTALACIÓN
Manuel
Acuña
Sombras gigantes de Scipión y Ciro,
De
César y Alejandro,
Nos os
alcéis de la tumba a mis acentos;
Que si
es verdad que vuestra gloria admiro,
Me
espanta vuestra gloria resonando
Entre
ayes de dolor y entre lamentos.
Yo no
canto a vosotros, cuyos lauros
En la
sangre crecidos
Respiran
con el aire de la muerte;
Yo no
canto a vosotros los temidos,
Los
que formáis las leyes con la espada
Sin
tener más derecho que el del fuerte.
Vuestros
nombres sublimes
No
hacen arder la sangre de mis venas;
Yo
canto a Atenas enseñando a Roma,
No
canto a Roma conquistando a Atenas.
Como
el águila audaz que surca el viento
En pos
de espacio que bastante sea
Para
dar a sus alas movimiento,
Lo
mismo mi alma, cuando hallar desea
La luz
de la poesía,
No
busca sus raudales en la noche,
Sino
en la aurora al despuntar el día;
Y al
encontrar la llama indeficiente
De la
verdad sagrada,
Mi
pecho entonces se electriza y siente,
Y de
mi lira tosca y olvidada,
Brotan
cantares que sonar quisieran
Desde
el nuevo hasta el viejo continente.
Era la
sombra: entre su negro manto
Vegetaban
los hombres,
Nutriéndose
con penas y con llanto,
Sin
otra ciencia que sufrir humildes
Del
infortunio las amargas leyes,
Y sin
otros señores que verdugos
Con el
pomposo título de reyes.
Esqueletos
del cuerpo
Y
esqueletos del alma.
Los
seres como Dios, no eran entonces
El
Adán pensador del primer día,
Sino
siervos que ató, con mano airada,
A su
carro triunfal la tiranía.
Momias
vivientes, que al dejar el mundo
Para
volver al hueco del osario,
Llegaban
á sus hijos en recuerdo
La
cicuta del Sócrates profundo
Y la
sangre del Cristo del Calvario.
Y así
pasaron siglos y más siglos,
Que de
su inmensa huella en la distancia
Sólo
dejaban sombras y vestigios,
Vagando
entre las nieblas
De la
noche sin fin de la ignorancia.
Mas de
pronto la luz del pensamiento
Iluminó
vivífica y radiante
De la
santa Razón el firmamento,
Y Dios
apareció, bello y gigante,
Haciendo
despeñarse en el abismo
Al
soplo de sus labios soberanos
El
sangriento puñal de los tiranos
Y la
máscara vil del fanatismo.
Entonces
fue cuando la Europa vía,
Trémula
y espantada,
La
mansión ignorada
Que la
voz de Colón le predecía,
Y a
Franklin elevándose al espacio
De su
genio atrevido tras la huella,
Para
robar a la rojiza nube
El
fuego aterrador de la centella.
Entonces
fue cuando se alzó la ciencia,
Disipando
las sombras
Que
huyeron en tropel a su presencia;
Y
entonces cuando México miraba
En la
mansión maldita
Del
crimen y del miedo,
En vez
de la cadena y del levita
La
figura grandiosa de Escobedo.
Y no
tembléis al recordar la historia
Del
lugar maldecido,
Donde
el buitre feroz de la ignorancia
Ocultó
sus polluelos y su nido;
No
tembléis a la tétrica memoria
Del
calabozo inmundo
Repitiendo
los últimos lamentos
Del
mártir moribundo;
Ya
está lavada de su impura mancha
La
guarida del crimen,
Que
hasta la infamia misma desparece
Donde
las huellas del saber se imprimen.
En vez
de los verdugos,
Y del
hirviente plomo y el veneno,
La
Medicina que consuela y sana,
Y los
hijos de Herófilo y Galeno.
Sublime
redención, misión sublime
La del
que sufre al consolar las penas,
La del
que llora y gime
Al
enjugar las lágrimas ajenas;
Misión
de caridad y bienandanza,
Empezada
por Cristo en el Calvario,
Que
redime y que canta en su santuario
Los
himnos del amor y la esperanza.
Seguidla,
pues, vosotros, que impasibles
Desafiáis
a la muerte y los pesares;
Y si
queréis que el mundo agradecido
Conserve
vuestro nombre en la memoria,
Y que
os levante altares,
Seguid
vuestro sendero bendecido,
Que al
fin de ese sendero está la gloria;
Y
continuad sin dirigir la vista
Al
espinado y escabroso suelo,
Y si
ansiáis la conquista
Del
lauro inmarcesible de la fama,
Elevad
vuestros ojos hasta el cielo
Donde
está quien os mira y quien os llama.
Y no
penséis en la escarpada roca,
Ni en
la espina punzante
Que
atraviesa la planta que la toca;
No
cejéis ni un instante
En
vuestra noble y celestial carrera,
¡Adelante...!
¡Adelante...!
Aún
está muy distante
La
corona de rosas que os espera.