domingo, 14 de diciembre de 2025

Imagen de Gaspar Aguilar

REDONDILLAS.
A LA FÁBULA DE JÚPITER Y EUROPA

Gaspar Aguilar

El que derretido en oro
a Danae pudo engañar,
perdiendo más el decoro,
por las orillas del mar
pace convertido en toro
qu' en fuego de amor deshecho
busca remedio al dolor,
y aunque es Júpiter, se ha hecho
toro, porque es el amor
toro que brama en el pecho.

                        * * *

Llega Europa y enriquece
al mundo con su venida
y en verle no se entristece,
que la deidad escondida
por mil partes resplandece.
Jove le sale al encuentro
y caúsale algún recelo,
mas como el cielo es su centro,
viene encaminada al cielo
que está escondido allí dentro.

                        * * *

No le teme aunque es mujer
por ver su gran gentileza,
que muy grande había de ser,
pues delante la belleza
de Europa se pudo ver,
porque el resplandor tenía
del Tauro que está en los cielos,
y tal formado se había,
que él mismo tenía celos
del toro a quien parecía.

                        * * *

Ella, que menospreciaba
cualquier peligro de muerte,
cuando el toro la buscaba
huía, pero de suerte,
que huyendo más le llamaba.
Al fin, cuando la alcanzó,
corvó la luciente espalda
y el blanco pie le besó,
y ella con una guirnalda
la cabeza le adornó.

                        * * *

Y como le vino a cuenta
ver postrado el bello amante,
sobre su espalda se sienta,
dándole el cargo de Atlante
que a todo el cielo sustenta.
El toro con la doncella
hacia el mar camina luego
por apagar su centella
y encender un vivo fuego
en el pensamiento della.

                        * * *

Ella, viendo el mal visible,
aunque del cielo blasfeme,
teme lo qu' es imposible,
qu' es caer, pero no teme
del dios el furor terrible.
El cual, como se apresura,
llega a la isla de Creta,
donde vuelta esta figura
en su figura perfeta,

gozó de la cojuntura. 

viernes, 12 de diciembre de 2025

 


A LUIS CERNUDA, AIRE DEL SUR BUSCADO EN INGLATERRA

Rafael Alberti

 

Si el aire se dijera un día:
                                                  —Estoy cansado,
rendido de mi nombre... Ya no quiero
ni mi inicial para firmar el bucle
del clavel, el rizado de la rosa,
el pliegecillo fino del arroyo,
el gracioso volante de la mar y el hoyuelo
que ríe en la mejilla de la vela...

Desorientado, subo de las blandas,
dormidas superficies
que dan casa a mi sueño.
Fluyo de las paradas enredaderas, calo
los ciegos ajimeces de las torres;
tuerzo, ya pura delgadez, las calles
de afiladas esquinas, penetrando,
roto y herido de los quicios, hondos
zaguanes que se van a verdes patios
donde el agua elevada me recuerda,
dulce y desesperada, mi deseo...

Busco y busco llamarme
¿con qué nueva palabra, de qué modo?
¿No hay soplo, no hay aliento,
respiración capaz de poner alas
a esa desconocida voz que me denomine?

Desalentado, busco y busco un signo,
un algo o alguien que me sustituya
que sea como yo y en la memoria
fresca de todo aquello, susceptible
de tenue cuna y cálido susurro,
perdure con el mismo
temblor, el mismo hálito
que tuve la primera
mañana en que al nacer, la luz me dijo:
—Vuela. Tú eres el aire.

Si el aire se dijera un día eso...

miércoles, 10 de diciembre de 2025

 



A LA SOCIEDAD FILOIÁTRICA EN SU INSTALACIÓN

Manuel Acuña

                                   Sombras gigantes de Scipión y Ciro,

De César y Alejandro,

Nos os alcéis de la tumba a mis acentos;

Que si es verdad que vuestra gloria admiro,

Me espanta vuestra gloria resonando

Entre ayes de dolor y entre lamentos.

 

Yo no canto a vosotros, cuyos lauros

En la sangre crecidos

Respiran con el aire de la muerte;

Yo no canto a vosotros los temidos,

Los que formáis las leyes con la espada

Sin tener más derecho que el del fuerte.

Vuestros nombres sublimes

No hacen arder la sangre de mis venas;

Yo canto a Atenas enseñando a Roma,

No canto a Roma conquistando a Atenas.

Como el águila audaz que surca el viento

En pos de espacio que bastante sea

Para dar a sus alas movimiento,

Lo mismo mi alma, cuando hallar desea

La luz de la poesía,

No busca sus raudales en la noche,

Sino en la aurora al despuntar el día;

Y al encontrar la llama indeficiente

De la verdad sagrada,

Mi pecho entonces se electriza y siente,

Y de mi lira tosca y olvidada,

Brotan cantares que sonar quisieran

Desde el nuevo hasta el viejo continente.

 

Era la sombra: entre su negro manto

Vegetaban los hombres,

Nutriéndose con penas y con llanto,

Sin otra ciencia que sufrir humildes

Del infortunio las amargas leyes,

Y sin otros señores que verdugos

Con el pomposo título de reyes.

Esqueletos del cuerpo

Y esqueletos del alma.

Los seres como Dios, no eran entonces

El Adán pensador del primer día,

Sino siervos que ató, con mano airada,

A su carro triunfal la tiranía.

Momias vivientes, que al dejar el mundo

Para volver al hueco del osario,

Llegaban á sus hijos en recuerdo

La cicuta del Sócrates profundo

Y la sangre del Cristo del Calvario.

Y así pasaron siglos y más siglos,

Que de su inmensa huella en la distancia

Sólo dejaban sombras y vestigios,

Vagando entre las nieblas

De la noche sin fin de la ignorancia.

Mas de pronto la luz del pensamiento

Iluminó vivífica y radiante

De la santa Razón el firmamento,

Y Dios apareció, bello y gigante,

Haciendo despeñarse en el abismo

Al soplo de sus labios soberanos

El sangriento puñal de los tiranos

Y la máscara vil del fanatismo.

Entonces fue cuando la Europa vía,

Trémula y espantada,

La mansión ignorada

Que la voz de Colón le predecía,

Y a Franklin elevándose al espacio

De su genio atrevido tras la huella,

Para robar a la rojiza nube

El fuego aterrador de la centella.

Entonces fue cuando se alzó la ciencia,

Disipando las sombras

Que huyeron en tropel a su presencia;

Y entonces cuando México miraba

En la mansión maldita

Del crimen y del miedo,

En vez de la cadena y del levita

La figura grandiosa de Escobedo.

Y no tembléis al recordar la historia

Del lugar maldecido,

Donde el buitre feroz de la ignorancia

Ocultó sus polluelos y su nido;

No tembléis a la tétrica memoria

Del calabozo inmundo

Repitiendo los últimos lamentos

Del mártir moribundo;

Ya está lavada de su impura mancha

La guarida del crimen,

Que hasta la infamia misma desparece

Donde las huellas del saber se imprimen.

En vez de los verdugos,

Y del hirviente plomo y el veneno,

La Medicina que consuela y sana,

Y los hijos de Herófilo y Galeno.

 

Sublime redención, misión sublime

La del que sufre al consolar las penas,

La del que llora y gime

Al enjugar las lágrimas ajenas;

Misión de caridad y bienandanza,

Empezada por Cristo en el Calvario,

Que redime y que canta en su santuario

Los himnos del amor y la esperanza.

Seguidla, pues, vosotros, que impasibles

Desafiáis a la muerte y los pesares;

Y si queréis que el mundo agradecido

Conserve vuestro nombre en la memoria,

Y que os levante altares,

Seguid vuestro sendero bendecido,

Que al fin de ese sendero está la gloria;

Y continuad sin dirigir la vista

Al espinado y escabroso suelo,

Y si ansiáis la conquista

Del lauro inmarcesible de la fama,

Elevad vuestros ojos hasta el cielo

Donde está quien os mira y quien os llama.

Y no penséis en la escarpada roca,

Ni en la espina punzante

Que atraviesa la planta que la toca;

No cejéis ni un instante

En vuestra noble y celestial carrera,

¡Adelante...! ¡Adelante...!

Aún está muy distante

La corona de rosas que os espera.

lunes, 8 de diciembre de 2025

Muchacho con camiseta Roja


EL HÁBIL MUCHACHO DE LA CAMISETA ROJA

Santiago Azar

A mi padre.

 

Todos querían ver a este muchacho

del cual el balón se enamoró muchas veces

y eran tardes enteras en la carretera del césped,

volando como un huracán despierto en los cielos,

derribando el liviano peso de los débiles,

era la acrobacia de reír, reír,

nunca olvidando que el mundo es una sonrisa.

Y allá galopa el Nino, el Nino Landa,

viene bajando de su bicicleta de piernas,

corre encima de un rayo despidiendo rivales

incapaces de detener a alguien que no nació

en las vísperas de este planeta.

Y allá se vio al Nino, a lo lejos, frente a nosotros,

y mi padre lo observa desde niño y celebra,

y grita, y crece con él,

y se sienta en las galerías de un viejo estadio,

donde mi abuelo hizo de él un hombre,

sólo para ver a este potro feroz

que ofrece su camiseta roja a las sangres,

pues sabe que la bandera de Unión Española

sólo puede clavarse una vez en el pecho.

Por eso se aprovecha cada segundo

como si fuese la última eternidad,

para detener todos los sentidos

en las piernas que no son piernas,

sino espadas sin la piedad de la mano.

Pero mi padre llora ya viejo sobre los mantos del ayer,

porque nuestro Nino corrió demasiado

y de tanto esquivar rivales, quedó fatigado,

porque llegó la muerte a marcarlo

y al Nino no le funcionó la finta.

Vino la malvada con un tacle deslizante por atrás

y así, sólo ella, pudo derrotarlo.