En un país lejano, vivía en
tiempos remotos, remotísimos, un hombre que poseía toda la sabiduría del mundo.
Se llamaba este hombre Padre Zoé, y la fama de su sabiduría se había extendido
por todo el país, hasta los más apartados rincones, y así sucedía que de todos
los ámbitos acudían a visitarlo las gentes para pedirle consejo y aprender de
él.
Pero he aquí que aquellas gentes
se comportaron indebidamente y Zoé se enfadó con ellos. Entonces pensó en la
manera de castigarlos.
Tras largas y profundas
meditaciones decidió privarles de la sabiduría, escondiéndola en un lugar tan
hondo e insospechado que nadie pudiera encontrarla.
Pero él ya había prodigado sus
consejos y ellos contenían parte de la sabiduría que, ante todo, debía recuperar.
Y lo consiguió; al menos así lo pensaba nuestro Zoé
Ahora debía buscar un lugarcito
donde esconder el cacharro de la sabiduría; y, sí, también él sabía un lugar. Y
se dispuso a llevar hasta allí su preciado tesoro.
Pero... Padre Zoé tenía un hijo
que tampoco tenía un pelo de tonto; se llamaba Nabí. Y cuando éste vio a su
padre andar tan misteriosamente y con tanta cautela de un lado a otro con su
pote, pensó para sus adentros:
-¡Cosa de gran importancia debe
ser ésa!
Y como listo que era, se puso ojo
avizor, para vigilar lo que su Padre se
proponía.
Como suponía, lo oyó muy temprano,
cuando se levantaba. Nabí prestó mucha atención a todo cuanto su padre hacía,
sin que éste lo advirtiera. Y cuando poco después Zoé se alejaba rápida y
sigilosamente, saltó de un brinco de la cama y se dispuso a seguir a su padre
por donde quiera que éste fuese, con la precaución de que no se diera cuenta de
ello.
Nabí vio pronto que Zoé llevaba
una gran jarra, y le aguijoneaba la curiosidad de saber lo que en ella había.
Zoé atravesó el poblado; era tan
de mañana que todo el mundo dormía aún; luego se internó profundamente en el
bosque.
Cuando llegó a un macizo de
palmeras altas como el cielo, buscó la más esbelta de todas y empezó a trepar
con la jarra o pote de la sabiduría pendiendo de un cordel que llevaba atado
por la parte delantera del cuello.
Indudablemente, quería esconder
el Jarro de la Sabiduría en lo más alto de la copa del árbol, donde seguramente
ningún mortal había de acudir a buscarlo... Pero era difícil y pesada la
ascensión; con todo, seguía trepando y mirando hacia abajo. No obstante la
altura, no le asustó, sino que seguía sube que te sube.
El jarro que contenía toda la
sabiduría del mundo oscilaba de un lado a otro, ya a derecha ya a izquierda,
igual que un péndulo, y otras veces entre su pecho y el tronco del árbol. ¡La
subida era ardua, pero Zoé era muy tozudo! No cesó de trepar hasta que Nabí,
que desde su puesto de observatorio se moría de curiosidad, ya no lo podía
distinguir.
-Padre -le gritó- ¿por qué no llevas
colgado de la espalda el jarro? ¡Tal como te lo propones, la ascensión te será
difícil y arriesgada!
Apenas había oído Zoé estas
palabras, se inclinó para mirar a la tierra que tenía a sus pies.
-Escucha -gritó a todo pulmón Zoé-,
yo creía haber metido toda la sabiduría del mundo en este jarro, y ahora
descubro, de repente, que mi propio hijo me da lección de sabiduría. Yo no me
había percatado de la mejor manera de subir este jarro sin incidente y con
relativa comodidad hasta la copa de este árbol. Pero mi hijito ha sabido lo
bastante para decírmelo.
Su decepción era tan grande que,
con todas sus fuerzas, tiró el Jarro de la Sabiduría todo lo lejos que pudo. El
jarro chocó contra una piedra y se rompió en mil pedazos.
Y como es de suponer, toda la
sabiduría del mundo que allí dentro estaba encerrada se derramó, esparciéndose
por todos los ámbitos de la tierra.
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