Oye: desde los bosques
Trae al soplar la brisa, ruidos, besos, pasión,
Y lleva enjambres de arpas, bandadas de preludios,
Himnos para el amor...
Oye: de las montañas
Los imponentes robles se mueven al compás,
Y cuenta hoja por nota, árbol por sinfonía
Que arrastra el huracán.
Óyeme: allí los troncos
Cubren robustas guías; allí de dos en dos,
Los sarmientos refuercen, como dobles serpientes,
Sus manojos de fibras en salvaje apretón.
Y debajo las yerbas,
Los cristalinos tallos, los bejucos, la flor,
Las hojas apiñadas, buscando entre las sombras
Algún rayo de sol.
Y arriba; por los brazos
Y la áspera corteza del árbol, se mira ir
Torciendo sus anillos, cobrando más ponzoña,
El constrictor reptil.
Y más arriba, el nido
Que se mece en la rama con pausada inquietud;
Y luego, más arriba hojas, aves; y fuego
Más arriba, el azul.
Por aquel rudo templo
En su carro invisible pasa una bendición:
Se hinchan los granos, se abren los capullos, se siente
Un soplo creador.
¡Luz, calor, armonía!,
amor allí del ruido hace una encarnación;
allí el pétalo es eco, allí el huevo es un ritmo
y la roca una voz.
Todo bebe allí savia,
Todo se comunica, todo siente el amor,
Y por eso se exhala en gigantesca estrofa
Que es divina oración.
La materia es sagrada:
No la ultrajéis; en todo noble huella pasó;
Tú puedes de tus carnes hacer la excelsa estancia
De una santa canción.
Oye: el amor es cuerda
De una lira infinita: ¡amor! ¡amor! ¡amor!;
Hacedla sonar todos, que para todos suena;
Mas no queráis templarla, que ya la templó Dios.
Francisco Antonio Gavidia
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