El cielo de tu tacto
amarillo cubría
el oculto jardín
de pasión y de música.
Altas yedras de sangre
abrazaban tus huesos.
La caricia del alma
—brisa en temblor— movía
todo lo que tú eras.
¡Qué crepúsculo bello
de rubor y cansancio
era tu piel! Estabas
como un astro sin brillo
recibiendo del sol
la luz de tu contorno.
Sólo bajo tus pies era de noche.
Eras cárcel de música,
de la música presa
que intentaba escapar
en cada gesto tuyo,
pero que no podía salir
y se asomaba como un niño
a los cristales de tus ojos claros.
Manuel Altolaguire
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