Seguía
mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al
lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o
saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba
a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o
bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder
trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo
de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer
crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un
espantoso temor al animal.
Aquel
temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me
sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado
de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi
avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal
me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas
quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había
llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya
he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño
animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta
mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma
indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi
razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica,
la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión.
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello
odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese
sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa
atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y
terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la
muerte!
Me
sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas.
¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido
desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable
angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni
de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De
día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche,
despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el
ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso
-pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme-
apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo
el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me
quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi
intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La
melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en
aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y
mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y
paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega
cólera a que me abandonaba.
Cierto
día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de
la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me
siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de
tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando
un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta
entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera
matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano
de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su
intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo
y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta
a mis pies.
Cumplido
este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre
fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible
sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de
que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente.
Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos.
Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé
también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o
meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y
llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al
fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí
emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes
de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El
sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de
material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero
ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado
endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de
una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera
semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil
sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el
agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir
algo sospechoso.
No
me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con
ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo
contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras
aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de
procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se
distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo
enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba
bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada.
Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en
torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he
trabajado en vano".
Mi
paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta
desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel
momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado
sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la
violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer
mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el
profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada
criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por
primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y
tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi
alma.
Pasaron
el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más
respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido
de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una
suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy
poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó
mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero,
naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me
parecía asegurada.
Al
cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó
inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección.
Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más
leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su
examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por
tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me
temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el
de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del
sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba
tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban
completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de
mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de
decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y
confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros
-dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho
de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más
de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien
construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con
naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es
una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan
ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y
entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente
con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado
tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que
Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas
había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde
dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo,
semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente
hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal,
como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de
horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el
infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los
demonios exultantes en la condenación.
Hablar
de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui
tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de
hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una
docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza.
El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada,
apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza,
con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba
agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al
asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había
emparedado al monstruo en la tumba!
Edgar Allan Poe
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