A
mi padre, a quien tanto esperaba cada tarde de mi infancia.
No los hombres
que vuelven de Hispania
o de Cartago
cegados por el mirto o
por el oro,
no aquéllos, cuyos
torsos
perturban los jardines,
no los estrelleros, los
escribas
ni el vencedor de
Farsalia;
desde luego no los
príncipes
ni el gladiador
que volvíó a eludir
la muerte,
no el impúdico
tribuno, ni el hebreo
tonante, inexpresivo,
al que temí menos por
su sangre
que por su misterio,
no ninguno de los
dioses
que dicen verdaderos
a quienes en su temor y
en su codicia
tantos se encomiendan,
sino ver a mi padre
entrando solo en la
ciudad
herido y sin escudo,
deslumbrante.
Manuel Moya
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