Sé
que tuve una hermana
de azules ojos y melena rubia,
que se llamaba Manolita.
Ella no pudo ver sus sueños
ni disfrutar, siquiera, algún juguete
que plasmara del viaje su destino.
Murió a los nueve años.
Yo apenas la recuerdo.
Con mis tres juegos niños,
bastante más pequeño,
mi memoria es la sombra
de una toquilla al sol
cubriendo enfermedades
y una fotografía
que testimonia su belleza.
Dicen que era muy guapa.
Ganó un premio infantil por sus encantos
y fue, hasta que llegaron las bacterias,
una niña feliz.
Murió
calladamente: apagándose.
Igual que se extinguiera
la llama del candil
porque el aceite no llegaba,
cuando padre se hallaba en una guerra
en donde lo civil
marcaba su acepción más ominosa...
Yo tenía una hermana
que falleció a los nueve años.
Tan niño, apenas la recuerdo.
Pero su imagen crece en el cliché
de una infancia sufriendo los horrores
de aquellos que a la sombra
mordían un palillo, temerosos
de que las explosiones
reventaran sus tímpanos,
lo mismo que el amor se reventaba
sobre una sociedad de incomprensiones
que alimentó los virus de su muerte
bajo las amarguras de una guerra.
de azules ojos y melena rubia,
que se llamaba Manolita.
Ella no pudo ver sus sueños
ni disfrutar, siquiera, algún juguete
que plasmara del viaje su destino.
Murió a los nueve años.
Yo apenas la recuerdo.
Con mis tres juegos niños,
bastante más pequeño,
mi memoria es la sombra
de una toquilla al sol
cubriendo enfermedades
y una fotografía
que testimonia su belleza.
Dicen que era muy guapa.
Ganó un premio infantil por sus encantos
y fue, hasta que llegaron las bacterias,
una niña feliz.
Murió
calladamente: apagándose.
Igual que se extinguiera
la llama del candil
porque el aceite no llegaba,
cuando padre se hallaba en una guerra
en donde lo civil
marcaba su acepción más ominosa...
Yo tenía una hermana
que falleció a los nueve años.
Tan niño, apenas la recuerdo.
Pero su imagen crece en el cliché
de una infancia sufriendo los horrores
de aquellos que a la sombra
mordían un palillo, temerosos
de que las explosiones
reventaran sus tímpanos,
lo mismo que el amor se reventaba
sobre una sociedad de incomprensiones
que alimentó los virus de su muerte
bajo las amarguras de una guerra.
Nicolás del
Hierro
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