Alicia
ante el espejo está mirándose,
pájaros
flotando al otro lado, cintas y lazos azules:
"Tengo
unos hermosos testículos, mi seno está en sazón;
¿quién
habrá de abrirme con mi carne la suya?"
Y
un silbido anuncia al mismo tiempo
la
llegada y el lugar de su amante andrógino,
hombre
afeminado, mujer como sujeto, para hacerse el amor furiosamente
a
la luz de siete velas en el gran colchón de orina.
Alicia
mira atónita de frente
los
cuerpos que la reproducen, idéntica a sus madres haciendo la
carrera,
por
seguir como si fuese luz de embolia
buhardilla
de satén escarlata y dulce esperma
resbalando
por sus labios, mientras su amante andrógino
anuncia
la próxima llegada de un hijo que devora cruelmente sus entrañas:
"Estoy
poco indispuesto; compraré pastillas hormonales
que
lleven voluntad en altas dosis".
Alicia
toma el hacha de su abuela
-la
cupletera adorable que vestía con seda a las ratas
y
arrancaba a mordiscos el sexo de sus amantes-,
la
sumerge en agua bendita, tapa sus ojos con dos vasos
y
corta de raíz el sufrimiento de su amante andrógino que es toda
felicidad;
con
las manos tintas en sangre, vuelve al espejo cubierto de lianas,
libera
su cuerpo rudo y aterciopelado de la prehistórica inmanencia
y
danza con su imagen a la norma codo a codo, vacuidad irremplazable
la del hijo
que
ahora sume su falda, los encajes y la plenitud de su vagina.
José Maria Herranz
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