"Sumérgete en el océano de emociones tejido por palabras, donde cada verso es un eco del alma y cada estrofa es un viaje hacia la profundidad del corazón: Bienvenido al santuario de la poesía, donde los sueños danzan entre líneas y los sentimientos florecen en cada palabra."

jueves, 12 de enero de 2012

CASTRELOS



               Ramón Comesaña había regresado de su viaje hacía ya varias semanas, durante las cuales poco pudo hacer para evitar dejar de pensar en los jardines de Cástrelos. Sabía que en ellos estaba la respuesta a todo lo que había rondado su mente durante
Todo aquel tiempo, y ni siquiera la huida, pues no se le puede llamar de otro modo, había sido suficiente para eliminar las imágenes de una niñez en la que los sueños volaban y en la que la fantasía dominó su existencia más allá de lo que hubiese sido deseable, porque las imágenes de sus sueños se repetían una y otra vez, y la fatalidad hizo que al despertar pudiese todavía recordar breves pero intensas escenas que él creía que alguna vez fueron ciertas. Comesaña quiso rencontrarse de nuevo con el lugar en el que los sueños se reviven, que le llamaba con voz firme y a cuya llamada no podía ocultarse en parte alguna del mundo.
Fueron días en los que tuvo que luchar contra los recuerdos que se agolpaban en sus sueños y pugnaban por salir, para tal vez inundarlo todo una vez más, y el anciano sabía que eso no era lo deseable, aunque él lo deseara sin saberlo y estaba dispuesto a buscarlo más allá de todo límite. Por eso, esperó a que se hiciera la noche, y en su propio automóvil, tomó la dirección a través de las calles penumbrosas de la ciudad, equivocando varias veces el camino, y penetró a través de las puertas de granito y bronce del parque. Un escalofrío recorrió su dolorida y anciana espalda mientras exploraba los pasillos aún iluminados entre la laberíntica masa de pinos, y aparcó muy cerca de la verja, cerrada desde hacía muchas horas.
Comesaña apoyó sus pies en las aberturas y trepó dificultosamente por la reja de fuerte hierro oxidado, saltando al otro lado y fijando su atención en la fachada del colosal pazo, que contra todas las leyes del buen gusto había sido humillada con una horrenda capa de espesa pintura blanquecina, años antes de su regreso a la ciudad. El anciano sabía que tras las puertas del edificio se encontraban algunas de las más abominables muestras del primitivo arte celta que un día fue dueño de toda la tierra que hoyaba.
Tras el estanque central frente a la puerta, caminó, crujiendo sus pasos en la grava, hacia el pequeño rincón en el que se escondía la entrada a los jardines. En un cercano banco de piedra, un viejo de ropas blancas y envuelto en una capucha oscura le miró mientras buscaba el acceso entre los arcos de hiedra, y le juzgó sin decir ninguna palabra, pero esto no importó a Comesaña, quien siguió caminando hasta dar con el lugar exacto, buscando que una extraña sensación de deja vú le inundase de familiaridad al traspasar por vez primera en setenta y siete años la arcada de piedra tras la que estaban los jardines soñados.
Pero la irritación se apoderó de su alma cuando se dio cuenta de que no podía recordar nada de lo que veía, y que no eran sino muy lejanos los recuerdos, y que éstos tal vez eran sólo invenciones en su mente, y por eso dudó y no supo si debía continuar, porque no podía percibir el salvaje olor del polen y de las plantas abandonadas y de la putrefacción de las aguas oscuras de las lagunas. Pero Comesaña hizo un esfuerzo y continuó porque pensó que tal vez recordaría más adelante, y se afanó por buscar con la mirada algo que pudiese traer frescor a su memoria. A su lado había una losa de piedra con inscripciones que no comprendió, y pensó que tal vez había estado allí siempre y que nunca hasta entonces le había dado importancia. Comesaña supo que lo que decía la placa era importante pero no pudo descifrar su mensaje, escrito en runas de una lengua primigenia.
Los escalones de piedra a su lado le hicieron temblar porque se perdían en la oscuridad y el mortecino resplandor de la ciudad no se podría divisar entre las ramas, por lo que Comesaña no bajó los escalones, aunque decidió hacerlo más tarde, cuando su búsqueda se hubiera completado.
Más adelante contempló ansioso la fuentecilla de aguas cristalinas pero anormalmente frías a la que alguna vez se había acercado a beber en sus sueños, y a lo lejos creyó percibir el ruido del chapoteo de los patos que se bañaban en su estanque de aguas putrefactas, y por un instante glorioso creyó haber recuperado parte de lo que algún día fue suyo, que es el patrimonio de los sueños que no han desaparecido todavía.
Por fin penetró en los jardines y se decepcionó al comprobar que el laberinto que formaban los setos se había disuelto en su propio cuerpo, ahora lo bastante alto como para poder ver sobre ellos, y pudo echar un amplio vistazo a toda la extensión del antiguo dédalo, y se esforzó para localizar con la vista entre los arcos de enredaderas las fuentes que él soñó que existían, junto a las cuales se habían congregado los fantasmas del pasado, pero no las encontró en ninguna parte. A su lado, bancos olvidados descansaban llenos de polvo entre ramajes de obscenas enredaderas, y Comesaña tuvo miedo de los impuros insectos voladores para los que aquellos jardines eran su hogar.
A un lado contempló por última vez el mar céltico de hojas insanamente verdes, divididas por muros bajos y redondeados, y que rompía en olas espesas contra las últimas ramas de los troncos cortados, y observó con preocupación los negros agujeros en los viejos troncos huecos, en los que aún era posible ocultarse, aunque esto ya no fuese parte de su remembranza.
Así que siguió adelante, buscando algo que la hiciera revivir, y sabiendo que se encontraba más allá, caminó con paso apresurado hasta que las raíces desnudas desde hacía siglos, incrustadas en piedras mohosas, se agolparon a sus pies, y de pronto, como un fantasma invocado desde el Alén se materializa en una fina nube, la sugerencia de una perdida esperanza se abrió paso ante él, cuando unos pasos detrás de la última vereda rencontró el túnel.
Con la respiración entrecortada, Comesaña se adentró en la semioscuridad de la maleza, y se descubrió caminando de niño, temeroso, entre las copas de los árboles que a su paso formaban una espesa arcada, tras la que se encontraría definitivamente fuera de los límites, y el olor de las plantas en flor se hizo de pronto tan intenso que por un momento pensó que no podría seguir respirando. Sí, definitivamente Comesaña había encontrado el rastro, y cerrando sus ojos hizo una larga inhalación para rencontrarse con el pasado que venía a saludarle como se saluda a un viejo amigo.
El túnel que formaban las copas de los árboles era ahora más bajo, y como un gigante encerrado en una catedral gótica, Comesaña tembló al pensar en que el contacto con aquellas hojas podría dañarle irreparablemente, pero sobre todo sintió nostalgia de cuando podía pensar en los techos como inalcanzables. Más adelante, descubrió las raíces gangrenosas y antinaturales de los árboles más cercanos al final del corredor, que se perdían indiferentes sobre y bajo el muro de piedras desiguales, y supo que el final estaba cercano, y un frío dedo de hielo recorrió su espalda una vez más, cuando, tras la última copa, apareció su objetivo.
Allí, rodeado de árboles descarnados, alzándose sobre los restos de piedras arrancadas a la Madre Tierra, estaba el palomar. Con pasos temblorosos, Comesaña se aproximó, tocando con su mano desnuda la placa de la última piedra hito que rodeaba cuatro veces la animalesca construcción, y con temor reverencial, la eludió muy lentamente, tratando por ahora de no fijarse demasiado en ella, porque sabía que lo que había dentro podría estarle observando a él también.
Comesaña buscó los cuatro puntos cardinales marcados por los mojones de piedra porosa y tembló al pensar lo que había dado ese aspecto hueco a la venerable piedra, y cuando se giró para contemplar desde el sur el palomar, se dio cuenta en un espantoso instante de horror que no podía recordar nada acerca de todo lo que estaba viendo, y se advirtió, con los ojos llenos de lágrimas, si no estaría viendo todo aquello por primera vez.
Ahora podía contemplarlo en su completa inmensidad. El monumento parecía surgir tenebroso de un cúmulo desordenado de grandes rocas, monstruosamente elevado, y Comesaña supo que ninguna paloma había habitado jamás aquel palomar, y observó asustado las tres pequeñas aberturas en forma de arcos que se abrían en lo alto, rodeadas de hierros enrejados que impedían el acceso a animal alado alguno, y el tejadillo terminado en la pagana señal de adoración a algún dios demasiado terrible para ser adorado.
Perdidos los recuerdos, pero con la esperanza intacta, Comesaña rodeó el palomar en busca de la entrada que había soñado, y una vez hubo rodeado tres veces el monumento, sin encontrar puerta ni abertura alguna, se acercó hasta las diabólicas rocas, y supo que estaban allí porque habían estado antes en el Infierno. Entre ellas halló un estrecho sendero labrado por pezuñas y tembló al figurarse el tiempo que llevaba allí esculpido. Con alguna dificultad trepó hasta situarse sobre el rastro y observó que parecía ascender entre las rocas, y lo siguió con una mano pegada al palomar, sin poder ver nunca lo que le esperaba al otro lado.
Así dio varias pavorosas vueltas a su entera redondez, cuando finalmente se dio cuenta de que el sendero parecía terminar sin haber llegado a ningún sitio. Pero Comesaña miró hacia arriba y descubrió entre las piedras una puerta enrejada, que estaba demasiado alta para alcanzar. Sin embargo, anhelante, haciendo pie entre las grietas de las piedras, escaló trabajosamente hasta que sus manos pudieron asirse al frío dintel y así alzar su peso hasta poder mirar tras la verja en el interior del palomar, pensando descubrir finalmente el objeto de su búsqueda. Y Comesaña vio dentro una gran rueda de piedra, perdida entre las tenumbrosas telarañas y oculta por grandes masas de polvo movido por el viento, apenas visible con la escasa luz que llegaba desde las tres aberturas superiores y la propia puerta enrejada. Entre el polvo creyó ver brillar una calavera, pero nunca supo si estaba allí realmente.
Porque entonces supo. Supo que nunca hubo búsqueda, y que nunca hubo sueños, porque los sueños no existen y porque él no era más que un anciano decrépito cuyas ilusiones eran vanas y su esperanza infundada porque no existía nada de lo que él pensaba que fue cierto y porque su único fin sería una muerte amarga y despiadada. Y supo que este fin era el fin de todos los hombres y supo que toda esperanza es vana porque se funda en la ilusión de los sueños perdidos y que tal vez es preferible pensar que no están perdidos aunque lo estén realmente. Comesaña encontró el atroz fin de su búsqueda, que era lo mismo que tenía en un principio, porque nada es el final como también es el principio de todas las cosas y obtuvo la única recompensa del despertar que es la pérdida de lo soñado.
Ramón Comesaña bajó ciego y chillando abandonó los jardines, y no se fijó en las estatuas de fría piedra y oscuro significado que le contemplaban burlescas desde sus pedestales, perdidas entre la hiedra de los muros, ni en las espesas telarañas que obstruían el canalón de la fuente reseca, ni en las abejas marrones de aspecto gomoso que zumbaron a su paso, y ni siquiera en el olor de las naranjas arrugadas del árbol de la entrada.
Cuando salió, el viejo estaba todavía en el banco, inmóvil, y bajo su capucha oscura tal vez sonriera.

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