Ramón Comesaña
había regresado de su viaje hacía ya varias semanas, durante las cuales poco
pudo hacer para evitar dejar de pensar en los jardines de Cástrelos. Sabía que
en ellos estaba la respuesta a todo lo que había rondado su mente durante
Todo aquel
tiempo, y ni siquiera la huida, pues no se le puede llamar de otro modo, había
sido suficiente para eliminar las imágenes de una niñez en la que los sueños
volaban y en la que la fantasía dominó su existencia más allá de lo que hubiese
sido deseable, porque las imágenes de sus sueños se repetían una y otra vez, y
la fatalidad hizo que al despertar pudiese todavía recordar breves pero
intensas escenas que él creía que alguna vez fueron ciertas. Comesaña quiso
rencontrarse de nuevo con el lugar en el que los sueños se reviven, que le
llamaba con voz firme y a cuya llamada no podía ocultarse en parte alguna del
mundo.
Fueron días en
los que tuvo que luchar contra los recuerdos que se agolpaban en sus sueños y
pugnaban por salir, para tal vez inundarlo todo una vez más, y el anciano sabía
que eso no era lo deseable, aunque él lo deseara sin saberlo y estaba dispuesto
a buscarlo más allá de todo límite. Por eso, esperó a que se hiciera la noche,
y en su propio automóvil, tomó la dirección a través de las calles penumbrosas
de la ciudad, equivocando varias veces el camino, y penetró a través de las
puertas de granito y bronce del parque. Un escalofrío recorrió su dolorida y
anciana espalda mientras exploraba los pasillos aún iluminados entre la
laberíntica masa de pinos, y aparcó muy cerca de la verja, cerrada desde hacía
muchas horas.
Comesaña apoyó
sus pies en las aberturas y trepó dificultosamente por la reja de fuerte hierro
oxidado, saltando al otro lado y fijando su atención en la fachada del colosal
pazo, que contra todas las leyes del buen gusto había sido humillada con una
horrenda capa de espesa pintura blanquecina, años antes de su regreso a la
ciudad. El anciano sabía que tras las puertas del edificio se encontraban
algunas de las más abominables muestras del primitivo arte celta que un día fue
dueño de toda la tierra que hoyaba.
Tras el
estanque central frente a la puerta, caminó, crujiendo sus pasos en la grava,
hacia el pequeño rincón en el que se escondía la entrada a los jardines. En un
cercano banco de piedra, un viejo de ropas blancas y envuelto en una capucha
oscura le miró mientras buscaba el acceso entre los arcos de hiedra, y le juzgó
sin decir ninguna palabra, pero esto no importó a Comesaña, quien siguió
caminando hasta dar con el lugar exacto, buscando que una extraña sensación de
deja vú le inundase de familiaridad al traspasar por vez primera en setenta y
siete años la arcada de piedra tras la que estaban los jardines soñados.
Pero la
irritación se apoderó de su alma cuando se dio cuenta de que no podía recordar
nada de lo que veía, y que no eran sino muy lejanos los recuerdos, y que éstos
tal vez eran sólo invenciones en su mente, y por eso dudó y no supo si debía
continuar, porque no podía percibir el salvaje olor del polen y de las plantas abandonadas
y de la putrefacción de las aguas oscuras de las lagunas. Pero Comesaña hizo un
esfuerzo y continuó porque pensó que tal vez recordaría más adelante, y se
afanó por buscar con la mirada algo que pudiese traer frescor a su memoria. A
su lado había una losa de piedra con inscripciones que no comprendió, y pensó
que tal vez había estado allí siempre y que nunca hasta entonces le había dado
importancia. Comesaña supo que lo que decía la placa era importante pero no
pudo descifrar su mensaje, escrito en runas de una lengua primigenia.
Los escalones
de piedra a su lado le hicieron temblar porque se perdían en la oscuridad y el
mortecino resplandor de la ciudad no se podría divisar entre las ramas, por lo
que Comesaña no bajó los escalones, aunque decidió hacerlo más tarde, cuando su
búsqueda se hubiera completado.
Más adelante
contempló ansioso la fuentecilla de aguas cristalinas pero anormalmente frías a
la que alguna vez se había acercado a beber en sus sueños, y a lo lejos creyó
percibir el ruido del chapoteo de los patos que se bañaban en su estanque de
aguas putrefactas, y por un instante glorioso creyó haber recuperado parte de
lo que algún día fue suyo, que es el patrimonio de los sueños que no han
desaparecido todavía.
Por fin
penetró en los jardines y se decepcionó al comprobar que el laberinto que
formaban los setos se había disuelto en su propio cuerpo, ahora lo bastante
alto como para poder ver sobre ellos, y pudo echar un amplio vistazo a toda la
extensión del antiguo dédalo, y se esforzó para localizar con la vista entre
los arcos de enredaderas las fuentes que él soñó que existían, junto a las
cuales se habían congregado los fantasmas del pasado, pero no las encontró en
ninguna parte. A su lado, bancos olvidados descansaban llenos de polvo entre
ramajes de obscenas enredaderas, y Comesaña tuvo miedo de los impuros insectos
voladores para los que aquellos jardines eran su hogar.
A un lado
contempló por última vez el mar céltico de hojas insanamente verdes, divididas
por muros bajos y redondeados, y que rompía en olas espesas contra las últimas
ramas de los troncos cortados, y observó con preocupación los negros agujeros
en los viejos troncos huecos, en los que aún era posible ocultarse, aunque esto
ya no fuese parte de su remembranza.
Así que siguió
adelante, buscando algo que la hiciera revivir, y sabiendo que se encontraba
más allá, caminó con paso apresurado hasta que las raíces desnudas desde hacía
siglos, incrustadas en piedras mohosas, se agolparon a sus pies, y de pronto,
como un fantasma invocado desde el Alén se materializa en una fina nube, la
sugerencia de una perdida esperanza se abrió paso ante él, cuando unos pasos
detrás de la última vereda rencontró el túnel.
Con la
respiración entrecortada, Comesaña se adentró en la semioscuridad de la maleza,
y se descubrió caminando de niño, temeroso, entre las copas de los árboles que
a su paso formaban una espesa arcada, tras la que se encontraría
definitivamente fuera de los límites, y el olor de las plantas en flor se hizo
de pronto tan intenso que por un momento pensó que no podría seguir respirando.
Sí, definitivamente Comesaña había encontrado el rastro, y cerrando sus ojos
hizo una larga inhalación para rencontrarse con el pasado que venía a saludarle
como se saluda a un viejo amigo.
El túnel que
formaban las copas de los árboles era ahora más bajo, y como un gigante
encerrado en una catedral gótica, Comesaña tembló al pensar en que el contacto
con aquellas hojas podría dañarle irreparablemente, pero sobre todo sintió
nostalgia de cuando podía pensar en los techos como inalcanzables. Más
adelante, descubrió las raíces gangrenosas y antinaturales de los árboles más
cercanos al final del corredor, que se perdían indiferentes sobre y bajo el
muro de piedras desiguales, y supo que el final estaba cercano, y un frío dedo
de hielo recorrió su espalda una vez más, cuando, tras la última copa, apareció
su objetivo.
Allí, rodeado
de árboles descarnados, alzándose sobre los restos de piedras arrancadas a la
Madre Tierra, estaba el palomar. Con pasos temblorosos, Comesaña se aproximó,
tocando con su mano desnuda la placa de la última piedra hito que rodeaba
cuatro veces la animalesca construcción, y con temor reverencial, la eludió muy
lentamente, tratando por ahora de no fijarse demasiado en ella, porque sabía
que lo que había dentro podría estarle observando a él también.
Comesaña buscó
los cuatro puntos cardinales marcados por los mojones de piedra porosa y tembló
al pensar lo que había dado ese aspecto hueco a la venerable piedra, y cuando
se giró para contemplar desde el sur el palomar, se dio cuenta en un espantoso
instante de horror que no podía recordar nada acerca de todo lo que estaba
viendo, y se advirtió, con los ojos llenos de lágrimas, si no estaría viendo
todo aquello por primera vez.
Ahora podía
contemplarlo en su completa inmensidad. El monumento parecía surgir tenebroso
de un cúmulo desordenado de grandes rocas, monstruosamente elevado, y Comesaña
supo que ninguna paloma había habitado jamás aquel palomar, y observó asustado
las tres pequeñas aberturas en forma de arcos que se abrían en lo alto,
rodeadas de hierros enrejados que impedían el acceso a animal alado alguno, y
el tejadillo terminado en la pagana señal de adoración a algún dios demasiado
terrible para ser adorado.
Perdidos los recuerdos,
pero con la esperanza intacta, Comesaña rodeó el palomar en busca de la entrada
que había soñado, y una vez hubo rodeado tres veces el monumento, sin encontrar
puerta ni abertura alguna, se acercó hasta las diabólicas rocas, y supo que
estaban allí porque habían estado antes en el Infierno. Entre ellas halló un
estrecho sendero labrado por pezuñas y tembló al figurarse el tiempo que
llevaba allí esculpido. Con alguna dificultad trepó hasta situarse sobre el
rastro y observó que parecía ascender entre las rocas, y lo siguió con una mano
pegada al palomar, sin poder ver nunca lo que le esperaba al otro lado.
Así dio varias
pavorosas vueltas a su entera redondez, cuando finalmente se dio cuenta de que
el sendero parecía terminar sin haber llegado a ningún sitio. Pero Comesaña
miró hacia arriba y descubrió entre las piedras una puerta enrejada, que estaba
demasiado alta para alcanzar. Sin embargo, anhelante, haciendo pie entre las
grietas de las piedras, escaló trabajosamente hasta que sus manos pudieron
asirse al frío dintel y así alzar su peso hasta poder mirar tras la verja en el
interior del palomar, pensando descubrir finalmente el objeto de su búsqueda. Y
Comesaña vio dentro una gran rueda de piedra, perdida entre las tenumbrosas
telarañas y oculta por grandes masas de polvo movido por el viento, apenas
visible con la escasa luz que llegaba desde las tres aberturas superiores y la
propia puerta enrejada. Entre el polvo creyó ver brillar una calavera, pero
nunca supo si estaba allí realmente.
Porque entonces
supo. Supo que nunca hubo búsqueda, y que nunca hubo sueños, porque los sueños
no existen y porque él no era más que un anciano decrépito cuyas ilusiones eran
vanas y su esperanza infundada porque no existía nada de lo que él pensaba que
fue cierto y porque su único fin sería una muerte amarga y despiadada. Y supo
que este fin era el fin de todos los hombres y supo que toda esperanza es vana
porque se funda en la ilusión de los sueños perdidos y que tal vez es
preferible pensar que no están perdidos aunque lo estén realmente. Comesaña
encontró el atroz fin de su búsqueda, que era lo mismo que tenía en un
principio, porque nada es el final como también es el principio de todas las
cosas y obtuvo la única recompensa del despertar que es la pérdida de lo
soñado.
Ramón Comesaña
bajó ciego y chillando abandonó los jardines, y no se fijó en las estatuas de
fría piedra y oscuro significado que le contemplaban burlescas desde sus
pedestales, perdidas entre la hiedra de los muros, ni en las espesas telarañas que
obstruían el canalón de la fuente reseca, ni en las abejas marrones de aspecto
gomoso que zumbaron a su paso, y ni siquiera en el olor de las naranjas
arrugadas del árbol de la entrada.
Cuando salió,
el viejo estaba todavía en el banco, inmóvil, y bajo su capucha oscura tal vez
sonriera.
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