"Sumérgete en el océano de emociones tejido por palabras, donde cada verso es un eco del alma y cada estrofa es un viaje hacia la profundidad del corazón: Bienvenido al santuario de la poesía, donde los sueños danzan entre líneas y los sentimientos florecen en cada palabra."

miércoles, 18 de enero de 2012

RECUERDO DE LA GUERRA




Decir que en Barcelona el mes de julio de 1997 fue caluroso sería describir el Everest como "una elevación en el terreno". Durante aquel tórrido verano conviví con Isa y Alonso en su casa toda una semana, y mucho me temo que convertí su apacible vida en un infierno. Pero a pesar de todo, ellos fingieron que se lo estaban pasando muy bien, y yo se lo agradezco enormemente. Este relato está dedicado a los dos.
RECUERDO DE LA GUERRA
* * *
Hay algunos acontecimientos que parecen cambiar tu vida de un modo radical. Normalmente se trata de eventos muy importantes, como el fallecimiento de un ser querido, una boda, el nacimiento de un hijo... y en otras ocasiones, es algo tan simple como abrir el periódico una mañana y ver casualmente a alguien en una fotografía. Acabo de sacar la pistola del cajón en el que la guardaba. Hace años que no la veía, ni siquiera sé si aún funciona, pero muy pronto voy a tener ocasión de comprobarlo... si Dios me ayuda.
Hace dos años todavía estaba escribiendo mi primera novela. Dicen que es la que más difícil resulta, aunque yo también he oído que la segunda es la que realmente te quita el sueño. A mí ninguna de las dos llegó a quitármelo, pero la primera, "Campos de Escarcha", sí que resultó ser un parto difícil. De hecho, llevaba tanto tiempo dándole vueltas en la cabeza, que cuando cogí vacaciones y todavía no había escrito ni una sola línea que no hubiera desechado después, decidí que había llegado el momento de agarrar el toro por los cuernos. Nunca había llegado a hacer algo así, pero en aquel momento me pareció una buena idea lo de aislarme en algún lugar poco conocido y en donde no me molestara el ambiente habitual. No necesitaba ningún maldito convento ni ingresar en alguna orden de clausura, simplemente algo diferente, donde apartarme de amigos, familiares, llamadas y periódicos. Y la oportunidad surgió cuando Guillermo me invitó a pasar el mes de vacaciones con él y su encantadora esposa Helena en su piso de Barcelona.
Había conocido a Guillermo durante una de esas pesadas convenciones políticas que se celebran de vez en cuando en la capital. El y yo habíamos sido enviados por nuestros respectivos periódicos, y para qué negarlo, la verdad es que él hizo casi todo mi trabajo, asistiendo a las reuniones y permitiendo que yo copiara sus artículos de tal modo que nadie notara el plagio, aunque luego yo le hice el favor de protagonizar la noticia más interesante de la convención, cuando caí por las escaleras y derramé una botella de vino sobre el vestido de la que luego sería primera dama. Desde entonces nos habíamos hecho grandes amigos, a pesar de la distancia que nos separaba, y estábamos en contacto gracias al correo electrónico y al esporádico envío de material de mutuo interés.
A pesar de todo ello, me sorprendió que cuando le comuniqué mi intención de alejarme de mi residencia habitual, me invitase a compartir su casa durante todo aquel mes. Por supuesto, en un principio me negué, aunque no tanto como para impedir que él hiciera una segunda oferta, que me apresuré a aceptar, si bien con las reservas habituales, no fuera a parecer demasiado ansioso.
Así pues, el día dos de julio llegué a la estación de ferrocarril de la ciudad. Nunca había estado allí antes, pero mi intención, como ya he dicho, no era la de hacer turismo, así que rápidamente cogí el primer taxi de la parada y pedí al conductor que me llevase a Feliú Casanova número 11.
- ¿Eh? ¿No querrá decir Rafael Casanova?
- No, no, nada de eso. Es Feliú.
- Pues no hay ninguna calle que se llame así.
- ¿Cómo no va a haberla, hombre? Allí vive un amigo mío.
- ¿Y no sabe usted por qué zona queda?
- No tengo ni idea. Es la primera vez que vengo.
El taxista tuvo que desplegar de mala gana un mapa y buscar rezongando en el callejero adjunto, hasta que por fin dio con lo que buscaba.
- ¡Aquí está! Caramba, pues en vaya sitio vive su amigo. Es una calle minúscula. Ni siquiera cabe el nombre en el mapa, - como si aquello pudiera servirme de excusa.
- Tanto me da. Usted lléveme allí, haga el favor.
Gruñendo y refunfuñando durante todo el trayecto, por fin unos veinte minutos después llegamos a lo que no era más que un triste callejón en el que a duras penas entraba un coche. A pesar de ello, los dos lados de la calle estaban ocupados por sendas filas de vehículos mal aparcados encima de la acera. La mayor parte de los automóviles eran modelos antiguos. A uno de ellos le habían quitado la puerta del conductor, sustituyéndola por un plástico. También me fijé en algunas matrículas, con letras rojas sobre fondo blanco. No sabría decir de dónde, pero eran claramente extranjeras.
Pagué el trayecto, y sin que casi me diera tiempo a sacar las maletas, el taxista arrancó a toda prisa dando marcha atrás, aparentemente liberado de tener que permanecer allí mucho rato. La calle apenas tendría unos veinte o veinticinco metros de largo: uno de sus extremos daba a otra callejuela de aspecto lúgubre y ceniciento, si bien no llegué a comprobarlo personalmente, y en el otro había un muro alto coronado por cristales rotos, alambre espinoso y matas de malas hierbas. Me fijé que los comercios parecían cerrados, aunque supuse que como ya eran más de las ocho, era lo normal. El único que aún permanecía con las luces encendidas era un local con un rótulo en el que ponía: "Iglesia Redencionista del Tercer Milenio". Algo parecido a un cántico de armonía más que discutible salía de su interior, tras unas puertas anchas de madera. Pasé por delante de otro portal, en el que una pareja de jóvenes desaliñados me miraron con lo que entendí era curiosidad. No tuve más remedio que fijarme en los números, levantando la vista por encima de la pareja. Nunca he sido de los que tienen miedo de pasear a oscuras por la noche, pero por algún motivo, aquel lugar me hacía sentir como un forastero deseoso de ser asaltado.
El número trece estaba casi al final, ya bastante cerca del muro. Ya me temía que tendría que llamar a la puerta con la aldaba, pero por suerte había un timbre. Llamé al primer piso, y en seguida reconocí la voz de Guillermo, tranquilizándome a través del portero automático.
- ¡Hola! - gritó al verme, haciendo desaparecer de este modo mis temores.
- ¿Pero es posible que tú vivas en este lugar? - dije con algo de sorna, tratando de ocultar un ligero temblor en mi voz.
- Qué quieres. Era la zona más barata cuando vinimos.
Subimos por la escalera, estrecha y muy oscura, hasta el apartamento del entresuelo. No pude evitar fijarme en la típica ventana que da a la escalera en las casas antiguas, y en la que justo encima de mí en aquel momento pareció entreabrirse, ocultando la sombra de una figura huidiza detrás de la reja. Más arriba del piso de Guillermo la oscuridad era total, y la escalera se doblaba en una curva que se me antojó imposible de superar.
Siempre me ha sorprendido la rara habilidad de alguna gente para convertir el interior de sus viviendas en una zona de agradable hospitalidad, a pesar del lugar en el que se encuentre situado el edificio. En efecto, el apartamento de mi amigo estaba decorado con el discutible pero evidente gusto de un intelectual, y allí dentro conocí a Helena y rápidamente me instalé, tomando posesión de un pequeño cuarto, un lugar justo como yo quería, con una sola silla de tapizado rojo y una mesa camilla en la que colocar mi ordenador portátil, en el que escribiría los primeros veintiséis capítulos de la novela.
Apenas hice vida social, pues me pasaba las horas encerrado en mi habitación, escribiendo y borrando capítulos enteros, salvando de paso a la humanidad de tener que talar más árboles por culpa de las hojas arrugadas. Muy pronto sentí que la inspiración corría por mis venas, y los personajes comenzaban a hablar por si mismos, tratando de librarse del encierro al que a duras penas les sometía mi mente. Nacieron y murieron, y algunos fueron cruelmente abortados, de tal modo que sólo algunos impulsos electrónicos llegaron a saber de ellos, pero iban configurando capítulo tras capítulo lo que serían sus "campos de escarcha".
Cuando ya habían pasado casi dos semanas desde mi llegada, apenas si había puesto los pies en la calle tres veces, todas ellas en busca de tabaco, y mientras descansaba arrellanado en el respaldo de la silla, sentí por primera vez los pasos sobre mi cabeza. Hasta entonces no los había oído, pero comprendí que debían haber estado ahí todo el tiempo. Evidentemente se trataba de los vecinos del piso de arriba, pero la cadencia de las pisadas me sonó extraña desde un primer momento. Sonaban arrastrados y débiles, como si su dueño o dueños se sirviesen de algún tipo de sandalias o zapatillas para caminar, haciendo crujir los tablones del suelo, y por algún motivo, pensé que debían estar dando vueltas en un círculo muy cerrado sobre mí.
No soy una persona especialmente meticulosa, pero aquel incidente rompió por completo mi concentración, que no pude recuperar hasta muchas horas después, cuando ya bien entrada la madrugada, volví a sentarme en la silla de alto respaldo y retomé el capítulo desde donde lo había dejado. Sin embargo, a los pocos minutos, volví a escuchar las pisadas, que ya había olvidado, y que nuevamente no sé por qué, entendí que habían estado ahí todo el tiempo.
A la mañana siguiente, pregunté a Guillermo quién vivía en el piso de arriba.
- Creo que un señor mayor.
- ¿No sueles comunicarte con tus vecinos?
- Con él no. Bueno, con casi ninguno. No hay mucho movimiento, por aquí - confesó.
- Pues este me parece que se mueve mucho. Ya empieza a ponerme nervioso. Esta madrugada se pasó toda la noche dando paseos encima de mi cabeza.
- Yo nunca he oído nada, pero claro, no suelo entrar en lo que es ahora tu cuarto por la noche.
No pude sacar muchas más conclusiones, pero decidí que debía olvidar el incidente cuanto antes, so pena de quedar no sólo como un gorrón, sino además como un mal vecino. Desgraciadamente, el señor de arriba no parecía ansioso por complacerme, porque esa misma noche volví a escuchar las mismas pisadas. Parecía dar vueltas y vueltas, arrastrando cajones o armarios, sin cansarse nunca. A veces se detenía unos pocos instantes, sin duda con la intención de hacerme creer que sus danzas habían finalizado. En realidad, me estaba volviendo loco, porque no pude escribir ni una sola línea más. Aquel rechinar y arrastrar continuo eran más de lo que un escritor aficionado podía soportar.
El día siguiente era sábado, y por la mañana, comenté con Guillermo la extraña situación.
- Una vez me lo encontré en el pasillo de la escalera, y cerró de golpe la puerta.
- ¿Y no sabes qué hace?
- Ni idea. Debe estar jubilado. Como está solo, es posible que no esté muy bien de la cabeza; parece bastante mayor, aunque sólo lo he visto un par de veces, y entre sombras.
- Menuda suerte la mía.
Como era lógico, no podía pedir a mis anfitriones que me cambiasen de habitación. Ya hacían bastante con tenerme allí, y de todas formas, me temía que las pisadas siguieran detrás de mí igualmente, persiguiéndome. Todo parecía diseñado para que yo diera el siguiente paso, y lo di dos días después, cuando ya había comenzado incluso a replantearme borrar todo lo que había escrito hasta entonces. Decidí subir a hablar con ese viejo.
Llevaba una semana sin salir de la casa, y ya había olvidado lo oscura y tétrica que era la escalera. Aunque en el apartamento se quedaron Guillermo y Helena, me llevé un juego de llaves conmigo, por si acaso. Las escaleras oscuras siempre me han dado miedo.
Dar los primeros pasos no fue nada sencillo, pero una vez comenzado, pensé que si me encontraba con algún vecino allí en medio, iba a creer que yo estaba loco o que tenía malas intenciones, así que procuré avanzar del modo más decidido posible. Sin embargo, el piso de arriba era distinto del entresuelo, y tuve que moverme por intuición. Había dos viviendas, una a cada lado de un estrecho pasillo, tan estrecho que no hubiera podido caber una persona sólo un poco más ancha que yo. Palpé las paredes en busca de alguna luz, pero al poco tiempo me rendí, temiendo que mis dedos encontrasen algún insecto reptante en el lugar donde debería haber un interruptor. Saqué el mechero que llevaba en el bolsillo y gracias a su fugaz llama encontré un rótulo en la puerta de la izquierda: "Sres. de Castells i Fabra". Esa no debía ser, así que me dirigí hacia la otra puerta, arrastrando los pies en el suelo, por el temor a tropezar.
Pero en la otra puerta tampoco había un nombre: realmente, no había ningún rótulo ni tan siquiera indicación de que aquella casa estuviera habitada. La puerta estaba tan sucia y vieja que era difícil creer que nadie hubiese habitado aquel apartamento en los últimos cien años. La madera había perdido su color original, si es que había tenido alguno, y una gruesa capa de polvo negro cubría la aldaba por completo, así que me abstuve de tocarla. Simplemente, di media vuelta y regresé por donde había venido, decepcionado de la excursión.
De nuevo con Guillermo, le pregunté:
- ¿Sabes cómo se llama el de arriba? En la puerta pone "Señores de Castells".
- ¿Has subido a mirar? Creí que habías ido a por tabaco.
- Pues he subido, y aquello parece la casa del conde Drácula. Todo polvo, muy viejo y sucio, un desastre. Y ningún nombre.
- No es Castells. Castells se marchó el año pasado. Me parece que murió.
- Se llama Francesc Roura - intervino Helena.
Guillermo y yo la miramos con curiosidad.
- ¿Cómo lo sabes? - preguntó su marido.
- Pues porque una vez vino por aquí y se presentó.
- No me habías dicho nada - dijo Guillermo, más sorprendido que molesto.
- No me lo preguntaste. Tampoco creí que fuera importante. Es un viejecillo bastante raro, con aspecto de personaje de novela de Dickens, con unas gafas oscuras muy simpáticas.
- ¿Cuándo vino? ¿Y qué quería?
- Por eso digo lo de raro. Fue hace cosa de un par de meses, en abril o mayo, no lo recuerdo exactamente. Me preguntó si tenía el periódico del día. Se lo alcancé, pero él pareció decepcionado, apenas si le echó una ojeada a la cabecera, y lo dejó. No sabría decirte si estaba contento o muy triste, pero no me dijo nada más y se marchó.
- Ya. Debe estar algo mal de la cabeza. ¿Sabes si vive solo? ¿No tiene nadie que le cuide o que pase a verle?
- Vive solo, o eso me dijo. Pero tampoco parece estar tan mal como para necesitar a nadie. Al menos, para hacer sus cosas.
Esa noche tampoco pude escribir nada. En dos o tres ocasiones estuve a punto de subir las escaleras, indignado, pero el recuerdo de lo que había encontrado la última vez me lo impidió en el último momento. También pensé en la idoneidad de dar yo mismo unos cuantos golpes, pero esto hubiera causado más molestias a mis anfitriones de las que posiblemente hubiera escuchado el inquieto vecino de arriba.
Ya lo había dejado por imposible, y trataba de acostumbrarme al ruido del mejor modo posible, poniéndome tapones en los oídos, o dejando algo de música que tapara el sonido, pero al cabo de dos días, Helena me dijo:
- Esta mañana vino el vecino de arriba. Ha preguntado por tí.
- ¿Qué? ¿Ha venido? ¿Y ha preguntado por mí?
- Quiere que subas a verle.
- ¿Estás segura? ¿Y de qué me conoce?
- No lo sé. Estuvo un minuto, me dijo que fueras y se marchó. Por como lo dijo, creí que tú le conocías ya. Tenía prisa.
No supe si la prisa la tenía ella o el misterioso vecino de arriba, pero no pregunté más, y la cuestión era que en aquel momento ya me hacía muy poca gracia ir a ver a un viejo chiflado a su casa, que suponía debía ser un museo de antigüedades. Todo esto tenía muy poco sentido. Sin embargo, ya deseaba terminar con todo el misterio, y me decidí a subir.
De nuevo encontré la puerta cerrada, polvorienta y sucia. Como no había ningún timbre y no quería tocar la aldaba, temiendo lo que pudiera ocultarse tras de ella, pensé en llamar con los nudillos. Sin embargo, cuando me disponía a aporrear la puerta, ésta se abrió. Entre las sombras apareció la figura diminuta de un viejecillo encorvado, con unas gafas de sol. Su enorme nariz ganchuda y su barbilla prominente, oculta tras una barba apenas sin afeitar, le daban un aspecto tan característico que por un instante pensé que todo se trataba de una broma.
- Señor Estrada. Le esperaba. Pase, por favor. - Su acento era tan profundamente catalán que tuvieron que pasar unos segundos hasta darme cuenta de que me había hablado en castellano.
Aún no me atrevía a preguntar nada, así que entré tras el viejo. La casa estaba a oscuras, las persianas y las contras habían sido cerradas con los pestillos; la única luz que había era la artificial y amarillenta del cuarto del fondo, al que me condujo mi anfitrión. Una vez allí, pude apreciar un salón totalmente desordenado, con viejos muebles de madera negra apolillados, lleno de papeles, recortes, y de grandes pilas de diarios esparcidas por el suelo. El olor era a cerrado, aunque no totalmente desagradable.
- Esto parece el archivo de la redacción de mi periódico - dije sonriendo, para intentar descongelar el ambiente.
El señor Roura me miró con su rostro cetrino y amargado. Las gafas de sol no lograban disimular del todo unas ojeras grandes y violáceas. Aunque estaba casi calvo, mantenía el pelo muy largo por detrás, cayéndole en grandes mechones grises por los hombros y la espalda. Su aspecto era repulsivo, el de un viejo excéntrico. Se sentó en una mecedora junto a la mesa camilla que había en el centro de la habitación, y con un gesto me invitó a sentarme en el sofá.
- Sé que es usted periodista, por eso le he pedido que venga a verme.
- No entiendo, - repliqué.
- Me gustaría que me ayudara, señor Estrada.
- ¿Y en qué puedo ayudarle, señor...? - dejé la pregunta en el aire, esperando que él me confirmara su apellido, pero esperé en vano.
- A usted le permitirán acceder más fácilmente que a mí a algunos lugares. Le necesito para que me acompañe. Tengo que entrar en la sede del Gobierno autónomo.
- ¿Qué dice? Oiga, si está pensando en alguna broma, mire, pues yo...
- No se esfuerce en darme excusas absurdas. Me sabrían muy mal, y tengo poco tiempo. Todos tenemos poco tiempo.
- Claro. El tiempo es oro... - dije, tratando de cortar la conversación. Ya empezaba a hartarme.
- No se marche. Como comprenderá, no le habría hecho venir aquí sin ofrecerle más explicaciones.
- No necesito más explicaciones. Es que no puedo ayudarle, es así de simple. Yo no soy de aquí, ¿sabe? No puedo entrar así como así, porque yo quiera.
- Deje que le explique mis motivos. Estoy seguro de que lo entenderá.
Me senté con un suspiro. Estaba seguro de que aquello sería una pérdida de tiempo lamentable. Odio a los malditos viejos locos. ¿Es que acaso no hay asilos para gente como aquella? ¿Qué hace nuestro gobierno para evitarlo?
- Tengo que ver al señor Manuel Puy, que trabaja en el Departament de Gobernaciò. Y es imprescindible que lo consiga antes del día trece.
- ¿Porque trae mala suerte? - Pregunté con sorna.
- El asunto no es de su incumbencia, por el momento. Pero más adelante lo sabrá, puede estar seguro.
- ¿Quién es ese Puy? ¿Algún familiar suyo? ¿Es algo de su pensión? Mire, creo que eso no se arregla en el departamento que dice; no estoy seguro, pero debe haber otros más adecuados.
El señor Roura me miró con un gesto de profundo desprecio.
- Le repito que el asunto no es de su incumbencia. Sólo tiene que acompañarme. Es imprescindible.
- Mire, pues no. - Me levanté. - Ya me tiene harto, déjeme en paz. No sé por qué me ha llamado ni de qué me conoce, pero esto es ridículo. He venido a Barcelona a trabajar en un proyecto importante, no puedo ir por ahí acompañando a personas mayores. - Estuve a punto de decir "viejos", pero me contuve.
- Lo sé. Es su novela. "Campos de escarcha". La he leído.
- ¿¡Qué!? - Estaba sorprendido - ¿Cómo dice? ¿Que la ha leído?
Pensé en lo que quería decir con eso. No podía haberla leído, era imposible. Mi portátil no estaba conectado a ninguna red, salvo la eléctrica, y nadie tenía acceso a los datos, como no fuera entrando en la casa, encendiendo el ordenador, y claro está, conociendo mi clave de acceso. De hecho, en aquel momento yo ni siquiera sabía cómo iba a titular mi novela, pero por algún motivo, ni siquiera me planteé eso. Su simple mención me hizo sentir como si realmente hubiera estado leyendo mi obra. Espiado.
- Mire, esto es el colmo. Adiós, señor Roura. Que lo pase bien. - Y antes de enfilar el pasillo, me di media vuelta, recordando el principal motivo de mi visita. - Por cierto, ¿es usted el que se pasa toda la noche dando golpes? Ya me tiene harto.
- No puedo evitarlo. Estoy buscando datos, y como le he dicho, nos queda poco tiempo.
- A mí algo más que a usted - le dije un poco cruelmente, así que en mi siguiente frase traté de no ser tan brusco. - Por favor, absténgase de hacer más ruido. Me es imposible concentrarme por las noches. Es una pesadilla.
- Señor Estrada, creo que podemos llegar a un acuerdo... - me miró esgrimiendo una fea sonrisa, tras la que asomaron unos dientes amarillos.
No estoy seguro de cómo lo logró aquel viejo huraño, pero sencillamente me convenció. Me dijo que su trabajo era muy penoso y que necesitaba muchas horas diarias de investigación, por lo que no podía dejar de hacer ruido. La única solución era que yo le acompañase hasta la sede de la Generalitat, donde a mí me resultaría relativamente sencillo entrar, con la ayuda de mi carnet de prensa. El resto, aseguró, era cosa suya.
Regresé al apartamento de Guillermo, sin poder creer que realmente hubiera mantenido aquella conversación. Esbocé unas pocas excusas cuando mis anfitriones me preguntaron de qué habíamos hablado, y me encerré en mi cuarto. De pronto, la inspiración había llegado de nuevo, y aquella noche el viejo de arriba dejó de hacer esos molestos ruidos.
Al día siguiente, martes once, ya estaba a punto de crear la excusa perfecta para deshacerme del señor Roura, pero cuando la tenía a medio formular, apareció por la puerta. Apenas eran las siete y media de la mañana.
- Buenos días - dijo, como si realmente creyera que el bochornoso día que empezaba a caer encima mereciera aquel alegre epíteto. Llevaba puesto un traje de pana marrón, que le daba un aspecto todavía más repulsivo del que tenía naturalmente. Su pelo grisáceo y ondulado caía en mechones sobre la espalda.
- Será mejor que acabemos con esto cuanto antes - dije yo, levantándome y sin dar más explicaciones. Guillermo y Helena me miraron extrañados, como si me hubiera vuelto loco, pero logré eludir sus preguntas y salimos a la calle. El señor Roura me entregó un sobre antes de salir del portal:
- Esto es muy importante. Guárdelo por el momento. Tal vez se lo pida más adelante.
Otra de esas estúpidas extravagancias, supuse, y guardé el papel en el bolsillo, arrugándolo a propósito delante de su cara. Tuvimos que pedir un taxi. El señor Roura aseguraba que la sede de la Generalitat "había cambiado" y que por eso no recordaba dónde estaba. Al oír aquel comentario, el taxista nos miró con una cara que me hizo sonrojar. Le hubiera gritado que yo no conocía a aquel tipo, pero ya era inútil. A pesar del taxi, tuvimos que dar muchas más vueltas por calles estrechas y bajo un sol de justicia. Cuando por fin dimos con la Plaça de Sant Jaume, yo sudaba a chorros, pero el señor Roura parecía ni inmutarse. Sólo verle con aquel traje me hacía sentir sofocado.
En la entrada del Palacio había un policía. Me adelanté, antes de que el viejo lo estropeara todo:
- Buenos días. Prensa escrita. Tengo una cita con el señor Manuel Puy, para una entrevista.
- ¿Puy? No le conozco. ¿Me dice su nombre, por favor?
Le dije mi nombre y la agencia para la que trabajaba. Este truco solía servir casi siempre, pero no contaba con que tuvieran una lista. El guardia sacó una carpeta y empezó a repasar nombres. En mi mente comenzaron a agolparse algunas excusas para salir del aprieto, pero lo que no me esperaba era que el policía dijese:
- Aquí está. Ah, sí. Ya estuvo usted ayer, ¿no?
- Ehm... sí. - traté de que la mentira no se dibujase tanto en mi rostro como yo suponía lo estaba haciendo.
- ¿Me permite el carnet, por favor? No, ese no, el DNI.
Se lo entregué, y el policía tomó nota en su cuaderno. Luego miró con extrañeza al señor Roura:
- ¿Y usted quién es?
El señor Roura dijo algunas palabras en catalán que no entendí del todo, pero me pareció que quería hacerse pasar por mi fotógrafo. Me puse a temblar, pero finalmente el guardia también aceptó su carnet y apuntó el nombre en el cuaderno.
Una vez dentro, me volví hacia él:
- ¿Se puede saber qué diablos le ha dicho?
- Que soy su fotógrafo y que veníamos a buscar mi cámara, que dejó usted ayer, por descuido.
- Siempre tengo que quedar yo mal, ¿eh? ¿Y por qué mi nombre estaba en la lista?
- Ya lo tenía previsto. Ayer entró un colega suyo de un periódico local, para una rueda de prensa. Ambos tienen el mismo apellido.
- Bueno, sea lo que sea, me da igual. Ya lo ha conseguido. Ahora, vámonos de aquí.
- Ni lo sueñe. Tengo que ver al señor Puy.
- Pues yo no, así que me marcho.
- Si se va usted, me dejará en una situación muy complicada. Debe acompañarme.
- La complicación ya la tenemos ahora. ¿Qué vamos a hacer? Mire, sea razonable y venga conmigo, nos vamos a casa y descansamos, ¿qué le parece?
Pero no fue razonable, ni quiso acompañarme. De hecho, fui yo quien le siguió a regañadientes por los pasillos del palacio, hasta dar con un despacho en el que entró sin llamar. Una sala en la que había un gran número de funcionarios trabajando nos recibió.
- ¿Qué hacemos aquí? - Yo ya me había hecho a la idea de que Puy debía ser un funcionario de alto rango, con su propio despacho.
Pero Roura no me contestó. Con paso decidido, se dirigió hacia una de las mesas del fondo, en la que había un individuo, de unos veintitantos años, pero ya casi calvo, y con unas gafas redondas, aparentemente absorbido por el trabajo.
- Oiga, ¿qué quieren ustedes...? - se atrevió a preguntar una chica que nos salió al paso. Sin embargo, Roura la empujó con desdén a un lado, y continuó su marcha imparable. Yo para entonces ya me temía lo peor, y me deshacía en excusas con la chica. No pude evitar que Roura sacase una pistola de la gruesa chaqueta, y empuñándola firmemente, apuntase al funcionario del fondo. Ni siquiera le preguntó su nombre, simplemente disparó.
De inmediato, comenzaron los chillidos, y yo me lancé a por el viejo, antes de que pudiera disparar otra vez. Su víctima había caído detrás de la mesa, y el segundo disparo que resonó en mis oídos se incrustó contra la pared.
* * *
No salí de la comisaría hasta bien entrada la noche, cuando por fin pude convencer a todo el mundo de que yo no tenía nada que ver con aquel atentado, que no conocía al señor Puy, y que sólo había accedido a los deseos de aquel viejo maníaco tras haber sido engañado. De todas formas, me pidieron que no abandonase la ciudad en los próximos días, y que me mantuviera localizable. Cuando abandoné las dependencias policiales, hambriento, cansado y empapado en sudor, apenas si podía creer lo que había sucedido. ¿Cómo no me había dado cuenta de que aquel tipo era un chiflado? Realmente eso fue lo que me salvó, el hecho de no tener ninguna relación con él. Incluso pude mantener una breve conversación con el señor Puy, quien sólo había resultado levemente herido en un brazo. Me aseguró que nunca había visto a Roura en su vida, y que desconocía por completo sus motivaciones. Me impresionó su determinación de no presentar denuncia, porque sabía que esa clase de locos las hay en todas partes y que su lugar no es la cárcel sino alguna institución psiquiátrica. No pude por menos de estar de acuerdo con él.
De nuevo en el apartamento, Guillermo y Helena se interesaron por mí, y lo único que pude decirles con algo de coherencia fue expresar mi alegría por la detención de ese lunático, que ya no volvería a molestarme. Helena era la que más sorprendida se mostró, mientras que Guillermo sólo estaba molesto por la aparición de la Policía, que había venido a interrogarles. Por supuesto, ambos sólo pudieron decir que no sabían nada.
- Pobre señor Roura - dijo Helena - a mí no me pareció mala persona.
- ¿Cómo puedes decir eso? Si es un asesino. Casi mata al tipo ese; vete tú a saber, podría habernos matado a nosotros - replicó Guillermo.
Al día siguiente no me atreví ni a leer los periódicos, temiendo ver mi nombre escrito allí. Por suerte, sólo alguno de los diarios más sensacionalistas había dado el dato del "acompañante" del chiflado que trató de cargarse a un funcionario, e incluso se atrevía a recordar mi pertenencia a la asociación de periodistas opuesta a la del redactor de aquella noticia, exponiendo la teoría de que tal vez fuera ese acompañante el que obligó a actuar tan salvajemente al señor Roura, ya que el viejo estaba medio ciego y no podía haber ido allí solo. Sólo me tranquilicé tras comprobar que nadie más hacía caso de aquellas sugerencias diabólicas.
Una semana después, cuando todo el asunto había quedado olvidado, y yo trataba de hacer como si nada hubiera ocurrido tecleando furiosamente todas las noches en mi portátil los penúltimos capítulos de la novela, recibí una llamada de la Policía. Sorprendentemente, me preguntaron si había vuelto a ver a Roura.
- ¿Volverle a ver...? ¡No! ¿Es que le han dejado en libertad? ¡No puedo creerlo! ¿Qué clase de justicia tenemos?
- No se trata de eso. Pero, ¿entonces no le ha vuelto a ver? ¿está seguro?
- Claro que estoy seguro. ¿Por quién me toma?
- Bueno, bueno, ya hablaremos, - y colgó.
El día 20 de junio la noticia salió en el periódico, si bien en un recuadro tan pequeño que casi quedaba tapado por una esquela cercana. El señor Roura había desaparecido. La Policía carecía por completo de pistas, según el redactor de la noticia. A mí lo que me extrañó fue que dijera "desaparecido" y no "huido". Un periodista siempre está atento a este tipo de detalles, así que de inmediato llamé a mi colega del diario local.
- No sé lo que sucedió - me dijo, - yo me he limitado a escribir lo que me explicó mi contacto en la comisaría, que fue bastante parco en palabras.
- Pero eso de "desaparecido"...
- No lo sé. El tema ya no tiene mucho interés, así que lo dejamos correr.
- Claro.
Para entonces, mi novela estaba lo suficientemente adelantada como para permitirme un pequeño descanso, así es que me propuse realizar una investigación por mi cuenta. Lo primero fue regresar al piso de arriba, pero como era de suponer, la puerta estaba cerrada. Le di un pequeño empujón, pero no cedió.
Y el siguiente paso fue ir de nuevo a la comisaría de policía. Yo temía que no quisieran hablar conmigo, pero ante mi sorpresa, el comisario mandó llamarme en cuanto supo que estaba allí preguntando.
- ¿De qué conocía usted al señor Roura? - me preguntó.
- De nada. Un día me pidió que subiese a su casa, como ya le conté.
- ¿Y está seguro de que no le conocía de antes? Piénselo bien.
- No tengo por qué pensarlo. ¿A dónde quiere usted llegar?
- Mire, - dijo por fin, sacando un sobre grande marrón de uno de los cajones de su mesa - ¿sabe lo que es esto?
- Si mi vista no me engaña, yo diría que es un sobre.
El comisario no pareció compartir mi chiste, así que abrió el sobre por uno de sus extremos, y vació su contenido sobre la mesa. Cayeron unas llaves que tintinearon en el cristal. Me quedé mirándolas, y luego levanté la vista hacia el comisario, cuyos ojos estaban clavados en los míos.
- ¿Reconoce estos objetos?
- No.
- Son del señor Roura. Había solicitado en multitud de ocasiones que se las entregásemos a usted.
- ¿A mí? ¿Por qué?
- Esperaba que me lo dijese usted.
- ¿De qué son estas llaves?
- De la casa. Como comprenderá, entramos hace unos días con la correspondiente orden judicial, y la registramos de arriba a abajo.
- ¿Encontraron algo?
- Eso es secreto sumarial. Pero ahora, me gustaría pedirle un favor.
- ¿Qué tipo de favor? - pregunté receloso.
- Llévese estas llaves. Tras la fuga del señor Roura, no nos son de utilidad, aunque realmente tampoco lo eran antes. Y él había pedido que se las entregásemos a usted. Si encuentra algo, comuníquenoslo de inmediato. Estaremos en contacto.
Accedí, aunque no tenía muy claro lo que estaba sucediendo. El comisario no quiso contarme las circunstancias de la fuga del señor Roura, si bien confesó que estaban haciendo todo lo posible, y que nunca les había ocurrido algo semejante.
Regresé a la calle Feliú Casanova y subí directamente al piso primero. La puerta de la casa del señor Roura seguía tan cerrada como siempre: nadie podría decir que había sido traspasada para un registro hacía poco. Encontré la cerradura con alguna dificultad, pero menos de la que tuve para averiguar cuál de todas aquellas llaves abría el domicilio de un viejo chiflado. Finalmente, di con ella y la puerta giró sobre sus goznes con un chirrido que yo no recordaba de mi primera y hasta entonces única visita previa.
La cerré tras de mí, y de inmediato me dirigí a las ventanas, tratando de abrir alguna. El calor era sofocante, y la única luz de la casa seguía siendo la del fondo del pasillo, en la sala, que habían dejado encendida. El paso del aire fresco comenzaba a ser más una urgencia que una necesidad. Me dio la sensación de que el olor que se respiraba era distinto, como si todos aquellos papeles que vi amontonados la primera vez hubieran comenzado a apolillarse al mismo tiempo.
Ninguna ventana podía abrirse. Logré, con mucho esfuerzo, abrir una contra, pero descubrí que detrás de ella sólo había unos tablones ennegrecidos que impedían por completo el paso de la luz, de un modo tan meticuloso que no pudo dejar de sorprenderme. Todas las ventanas habían sido clausuradas del mismo o semejante modo, así que tuve que limitarme a intuir más que ver lo que había por las distintas habitaciones, dado que a pesar de mis intentos, no pude encontrar ningún interruptor. Di con una pequeña cocina, un cuarto de baño apestoso y varias habitaciones totalmente vacías, en las que se amontonaba el polvo. Finalmente, me dirigí hacia la sala, el lugar que había visto por primera vez.
Se encontraba igual que cuando la visité anteriormente. Encima de la mesa camilla había amontonados un montón de recortes y papeluchos con garabatos, y todo alrededor las pilas de periódicos y revistas se desperdigaban con un desorden sólo incrementado tras el registro policial. Observé que la luz de la bombilla desnuda titilaba mientras caminaba por los crujientes tablones de madera negra, y temiendo que pudiera apagarse justo en aquel momento, me pregunté dónde estaría el interruptor. Pero tampoco di con él.
Me senté en la mecedora, y cogí al azar algunos de los papeles. Eché la vista sobre algunas pilas de periódicos, pero no encontré nada de particular. Eran diarios atrasados, amontonados sin ningún orden concreto, y parecían llegar bastante lejos en el tiempo. Supuse que el viejo había estado coleccionando aquella basura como parte de su chifladura. Miré todo alrededor. Ningún cuadro en la pared, sólo un calendario ajado y amarillento. Encima de una cómoda y apoyada contra la pared había una fotografía en color, que examiné meticulosamente. En ella aparecía una mujer con niños pequeños en un parque. El papel de la foto era de una calidad que yo no conocía, así que la recogí para verla con más luz, cuando bajase. Guillermo era más experto que yo en este tema.
En ese momento, recordé el sobre que me había dado Roura. Lo extraje del bolsillo de atrás de los vaqueros, doblado y arrugado. Dentro había una carta. La desdoblé y la leí:
"Estimado señor Estrada,
Espero que pueda leer esta carta una vez yo haya cumplido con lo que tenía que hacerse. Si es así, todavía tenemos una esperanza.
Sin embargo, existe la posibilidad de que todo haya fracasado, por algún motivo que ahora no puedo imaginar. En ese caso, por favor, siga leyendo, sin pretender comprender por el momento, pues el futuro de todos nosotros puede estar en sus manos.
Yo nací el 7 de septiembre de 1967. Sí, sé que eso significa que sólo debería tener veintinueve años, pero como habrá podido comprobar, no es así. En realidad tengo setenta y nueve años. Créame, no estoy loco. Tengo documentos que prueban lo que digo. Usted mismo puede ir al Registro Civil a comprobarlo. Pero todo sería una pérdida de tiempo. Es necesario apresurarse.
El 18 de mayo del año 2027, la Unión Europea entró en estado de guerra con la Organización Panislámica. No es momento de explayarme en los motivos ni en las consecuencias, pero debe saber que grupos terroristas amenazaron con hacer explotar bombas atómicas y numeroso arsenal bacteriológico si no se satisfacían sus exigencias. El 27 de julio la ciudad de Barcelona fue totalmente destruida en uno de estos ataques. Mi mujer y yo residíamos en Barcelona, y habíamos acatado las órdenes de las autoridades de cerrar todas las ventanas, cuando vimos a través de las rendijas cómo la luz del día se convertía en un blanco insoportable, hasta cegarnos por completo.
El resto no puedo explicarlo, porque cuando desperté, me encontraba en este edificio. No sé qué ocurrió. Mi casa había sufrido daños, mi mujer había desaparecido, y fuera... ya no era lo mismo. Por algún motivo que no alcanzo a comprender, había sido trasladado treinta años atrás, y estaba solo.
Sin embargo, ahora tenía una segunda oportunidad. Pude enterarme que estábamos a 18 de mayo de 1997. Podría haber ido a buscar a mi futura mujer, pero sabía que sería inútil. Nunca me hubiera creído, y aunque lo hubiera hecho, no hubiéramos adelantado nada. Mi única posibilidad era evitar la guerra.
En el año 2026 Manuel Puy no es la misma persona que hoy. Cambiará, o algo le hará cambiar. No sé por qué, nadie lo sabe, pero hace tres meses se descubrió su implicación en un asunto de tráfico de armas. Es un funcionario corrupto. Huyó del país, y ahora trabaja con Ali Ibn Hazm, el terrorista más buscado del mundo. Sabemos que fue él quien proporcionó las armas, la información y la infraestructura a la Organización Panislámica.
En estos dos meses he estado buscando a Puy por todas partes, tenía que aparecer tarde o temprano... y por fin lo he descubierto, en una noticia casual del periódico. En estos momentos no es más que un simple funcionario del gobierno autónomo catalán, pero a estas alturas ya ha pedido un traslado, y el día 13 marchará a Madrid a ocupar un puesto en el Ministerio del Interior. A partir de ahí su carrera será imparable. Debe ayudarme, señor Estrada. Ahora es cuando todavía es vulnerable y podemos detenerle.
Si cuando lea esto Puy ya ha muerto, ahora sabe usted la verdad. Encontrará numerosa documentación en mi casa, incluyendo pruebas de que cuanto le he referido es cierto. De todas maneras, le pido que no pierda su tiempo en buscarlas. Actúe ya mismo. Es usted nuestra última esperanza.
Francesc Roura"
Asombrado y asustado por lo que acababa de leer, doblé de nuevo la carta, y la guardé en el sobre. Así que eso era. Este viejo chiflado había adquirido una manía peligrosa. Mi fuerte no es la psiquiatría, pero estaba claro que Roura sufría algún tipo de paranoia aguda. Golpeé la carta en la palma de mano, sonriente, mientras pensaba en mi descubrimiento: debía informar cuanto antes al comisario.
Pero en aquel momento, levanté la vista. Maldita sea, levanté la vista y nunca debí haberlo hecho, porque justo entonces fue cuando me fijé en el calendario de la pared. Era uno de esos de cartón o plástico, publicitarios, de una sola hoja, con todos los meses juntos. Y en lo alto, una fecha, con letras grandes y desdibujadas, pero aún rojas: 2027.
Me levanté y estuve un buen rato fijándome en él. No sabía si el calendario era correcto, pero parecía auténtico. No podía serlo, por supuesto, se trataba de algún juego, quizás una de esas cosas que se compran en las tiendas de artículos de broma, y que el viejo se pasó mirando tanto tiempo que acabó enloqueciendo. Esa era una buena explicación, porque cualquier otra hubiera sido demasiado difícil de aceptar. No había nadie conmigo, pero instintivamente miré alrededor antes de arrancar aquella blasfemia temporal de la pared. Estaba hecho de plástico, de un tipo que no pude identificar, posiblemente por lo ajado que se encontraba; lo doblé y me lo metí en el bolsillo.
Ya me iba a marchar, cuando se me ocurrió echar un vistazo a los periódicos, sólo para tranquilizarme. Evidentemente, eran de fechas bastante cercanas. Casi todos los diarios que uno puede comprar en el quiosco durante tres meses seguidos. Los había incluso en algunas lenguas extranjeras, árabe incluido. Aunque de estos últimos no estaba seguro, las fechas coincidían en todos los demás: mayo, junio y julio. Todos de este año. Así pues, mi teoría iba ganando enteros.
Sin embargo, observé que uno de los diarios estaba marcado con una hojita. Lo abrí por esa página, casi deseando no encontrar nada anormal, contrariando mi espíritu de periodista. Como me imaginaba, allí no había nada del otro mundo, sólo las noticias locales habituales: recepción del Alcalde, visita de un dignatario, protesta de los vecinos de no sé dónde... oh, no... y un premio al funcionario distinguido del mes, Manuel Puy Hidalgo.
Todo aquello no probaba nada, evidentemente, excepto la paranoia de Roura. Dirigí inadvertidamente mi atención hacia la hojita marcadora. Se trataba de una quiniela. Tal vez no de esta temporada, claro, sino alguna hace mucho tiempo, por lo menos de los cincuenta. El boleto estaba tan ajado y amarillento como el resto de los papeles. Hacía tiempo que no veía ninguna, el fútbol no me interesa demasiado, así que no tenía ni idea. Y sin embargo, cuando leí en la casilla nueve F.C. BARCELONA - RACING DE FERROL, algo llamó la atención en mi subconsciente.
Ya más tranquilo, recogí la foto suelta de la cómoda, y bajé a hablar con Guillermo de todo aquel asunto. Me aconsejó que llamase al comisario para decirle lo que había encontrado, así que le telefoneé, y en media hora había llegado un agente de paisano. Recogió la carta y el calendario, y se marchó, mostrándose de acuerdo conmigo en mis apreciaciones. Roura había ido elaborando una esquizofrenia paranoide de gran complejidad, en la que tuvo mucho que ver aquel calendario, además de la clásica demencia senil, claro está. Aseguró que investigarían su lugar de procedencia y me mantendrían informado.
Un rato después, me acerqué a Guillermo y le mostré la foto que había encontrado arriba:
- ¿Has visto este tipo de papel alguna vez? Por detrás pone "Kodak", pero yo no lo conozco - le pregunté.
- Es raro, sí... rugoso, pero muy fino. Parece como esas imágenes de feria, que si las cambias de posición, parecen moverse. ¿Y qué sitio es este?
- No lo sé. ¿Es que no es Barcelona?
- Esto de aquí delante es el parque de María Cristina, evidentemente, pero fíjate en estos railes del fondo, como los del tren ultrarrápido japonés: no están allí.
- ¿Cómo que no están allí?
- Que no hay ningún tren que llegue hasta el parque de María Cristina.
Mi corazón dio un vuelco. De pronto, se me ocurrió una idea:
- ¿Sabes si el Rácing de Ferrol ha jugado alguna vez en primera división?
- Tal vez en sueños, - sonrió.
- O en una pesadilla - musité.
* * *
En los siguientes días volví a la comisaría. Allí me dijeron que no habían enviado a nadie para recoger ninguna carta y no sabían nada de ningún calendario. Seguían sin querer decir nada acerca de la fuga de Roura.
En el Registro Civil no me quisieron atender, no podía obtener ninguna información acerca de nadie, excepto yo mismo, si no es con una orden judicial. Pedí a varios de mis contactos que hiciesen todo lo posible por obtener el certificado de nacimiento de un tal Francesc Roura, pero cuando semanas después me informaron de que allí no había nadie con ese nombre, caí en la cuenta de que Roura podía no haber nacido en Barcelona.
Acabé de escribir mi novela en septiembre, y sin saber muy bien por qué, la titulé del mismo modo del que el viejo me había sugerido... ¿o simplemente se limitó a darme un dato antiguo?
Guillermo y Helena dejaron aquel sucio edificio y se trasladaron al centro de Barcelona. A pesar de mis esfuerzos, no he podido encontrar de nuevo la casa de la calle Feliú Casanova. Alguien me dijo que había sido demolida.
Respecto a Puy, acabo de ver su fotografía en el periódico. Ha sido nombrado subsecretario del Ministerio de Defensa por el nuevo Gobierno, con acceso directo a todos los secretos de Estado posibles.
Mientras miro la pistola, pienso que tal vez aún haya alguna esperanza.



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