Decir que en Barcelona el mes de
julio de 1997 fue caluroso sería describir el Everest como "una elevación
en el terreno". Durante aquel tórrido verano conviví con Isa y Alonso en
su casa toda una semana, y mucho me temo que convertí su apacible vida en un
infierno. Pero a pesar de todo, ellos fingieron que se lo estaban pasando muy
bien, y yo se lo agradezco enormemente. Este relato está dedicado a los dos.
RECUERDO
DE LA GUERRA
* * *
Hay algunos
acontecimientos que parecen cambiar tu vida de un modo radical. Normalmente se
trata de eventos muy importantes, como el fallecimiento de un ser querido, una
boda, el nacimiento de un hijo... y en otras ocasiones, es algo tan simple como
abrir el periódico una mañana y ver casualmente a alguien en una fotografía.
Acabo de sacar la pistola del cajón en el que la guardaba. Hace años que no la
veía, ni siquiera sé si aún funciona, pero muy pronto voy a tener ocasión de
comprobarlo... si Dios me ayuda.
Hace dos años todavía estaba escribiendo mi
primera novela. Dicen que es la que más difícil resulta, aunque yo también he
oído que la segunda es la que realmente te quita el sueño. A mí ninguna de las
dos llegó a quitármelo, pero la primera, "Campos de Escarcha", sí que
resultó ser un parto difícil. De hecho, llevaba tanto tiempo dándole vueltas en
la cabeza, que cuando cogí vacaciones y todavía no había escrito ni una sola
línea que no hubiera desechado después, decidí que había llegado el momento de
agarrar el toro por los cuernos. Nunca había llegado a hacer algo así, pero en
aquel momento me pareció una buena idea lo de aislarme en algún lugar poco
conocido y en donde no me molestara el ambiente habitual. No necesitaba ningún
maldito convento ni ingresar en alguna orden de clausura, simplemente algo
diferente, donde apartarme de amigos, familiares, llamadas y periódicos. Y la
oportunidad surgió cuando Guillermo me invitó a pasar el mes de vacaciones con
él y su encantadora esposa Helena en su piso de Barcelona.
Había conocido a Guillermo durante una de
esas pesadas convenciones políticas que se celebran de vez en cuando en la
capital. El y yo habíamos sido enviados por nuestros respectivos periódicos, y
para qué negarlo, la verdad es que él hizo casi todo mi trabajo, asistiendo a
las reuniones y permitiendo que yo copiara sus artículos de tal modo que nadie
notara el plagio, aunque luego yo le hice el favor de protagonizar la noticia
más interesante de la convención, cuando caí por las escaleras y derramé una
botella de vino sobre el vestido de la que luego sería primera dama. Desde
entonces nos habíamos hecho grandes amigos, a pesar de la distancia que nos
separaba, y estábamos en contacto gracias al correo electrónico y al esporádico
envío de material de mutuo interés.
A pesar de todo ello, me sorprendió que
cuando le comuniqué mi intención de alejarme de mi residencia habitual, me
invitase a compartir su casa durante todo aquel mes. Por supuesto, en un
principio me negué, aunque no tanto como para impedir que él hiciera una
segunda oferta, que me apresuré a aceptar, si bien con las reservas habituales,
no fuera a parecer demasiado ansioso.
Así pues, el día dos de julio llegué a la
estación de ferrocarril de la ciudad. Nunca había estado allí antes, pero mi
intención, como ya he dicho, no era la de hacer turismo, así que rápidamente
cogí el primer taxi de la parada y pedí al conductor que me llevase a Feliú
Casanova número 11.
- ¿Eh? ¿No querrá decir Rafael Casanova?
- No, no, nada de eso. Es Feliú.
- Pues no hay ninguna calle que se llame así.
- ¿Cómo no va a haberla, hombre? Allí vive un
amigo mío.
- ¿Y no sabe usted por qué zona queda?
- No tengo ni
idea. Es la primera vez que vengo.
El taxista tuvo que desplegar de mala gana un
mapa y buscar rezongando en el callejero adjunto, hasta que por fin dio con lo
que buscaba.
- ¡Aquí está! Caramba, pues en vaya sitio
vive su amigo. Es una calle minúscula. Ni siquiera cabe el nombre en el mapa, -
como si aquello pudiera servirme de excusa.
- Tanto me da.
Usted lléveme allí, haga el favor.
Gruñendo y refunfuñando durante todo el
trayecto, por fin unos veinte minutos después llegamos a lo que no era más que
un triste callejón en el que a duras penas entraba un coche. A pesar de ello,
los dos lados de la calle estaban ocupados por sendas filas de vehículos mal
aparcados encima de la acera. La mayor parte de los automóviles eran modelos
antiguos. A uno de ellos le habían quitado la puerta del conductor,
sustituyéndola por un plástico. También me fijé en algunas matrículas, con
letras rojas sobre fondo blanco. No sabría decir de dónde, pero eran claramente
extranjeras.
Pagué el trayecto, y sin que casi me diera
tiempo a sacar las maletas, el taxista arrancó a toda prisa dando marcha atrás,
aparentemente liberado de tener que permanecer allí mucho rato. La calle apenas
tendría unos veinte o veinticinco metros de largo: uno de sus extremos daba a
otra callejuela de aspecto lúgubre y ceniciento, si bien no llegué a
comprobarlo personalmente, y en el otro había un muro alto coronado por
cristales rotos, alambre espinoso y matas de malas hierbas. Me fijé que los
comercios parecían cerrados, aunque supuse que como ya eran más de las ocho,
era lo normal. El único que aún permanecía con las luces encendidas era un
local con un rótulo en el que ponía: "Iglesia Redencionista del Tercer
Milenio". Algo parecido a un cántico de armonía más que discutible salía
de su interior, tras unas puertas anchas de madera. Pasé por delante de otro
portal, en el que una pareja de jóvenes desaliñados me miraron con lo que
entendí era curiosidad. No tuve más remedio que fijarme en los números,
levantando la vista por encima de la pareja. Nunca he sido de los que tienen
miedo de pasear a oscuras por la noche, pero por algún motivo, aquel lugar me
hacía sentir como un forastero deseoso de ser asaltado.
El número trece estaba casi al final, ya
bastante cerca del muro. Ya me temía que tendría que llamar a la puerta con la
aldaba, pero por suerte había un timbre. Llamé al primer piso, y en seguida
reconocí la voz de Guillermo, tranquilizándome a través del portero automático.
- ¡Hola! - gritó al verme, haciendo
desaparecer de este modo mis temores.
- ¿Pero es posible que tú vivas en este
lugar? - dije con algo de sorna, tratando de ocultar un ligero temblor en mi
voz.
- Qué quieres.
Era la zona más barata cuando vinimos.
Subimos por la escalera, estrecha y muy
oscura, hasta el apartamento del entresuelo. No pude evitar fijarme en la
típica ventana que da a la escalera en las casas antiguas, y en la que justo
encima de mí en aquel momento pareció entreabrirse, ocultando la sombra de una
figura huidiza detrás de la reja. Más arriba del piso de Guillermo la oscuridad
era total, y la escalera se doblaba en una curva que se me antojó imposible de
superar.
Siempre me ha sorprendido la rara habilidad
de alguna gente para convertir el interior de sus viviendas en una zona de
agradable hospitalidad, a pesar del lugar en el que se encuentre situado el
edificio. En efecto, el apartamento de mi amigo estaba decorado con el
discutible pero evidente gusto de un intelectual, y allí dentro conocí a Helena
y rápidamente me instalé, tomando posesión de un pequeño cuarto, un lugar justo
como yo quería, con una sola silla de tapizado rojo y una mesa camilla en la
que colocar mi ordenador portátil, en el que escribiría los primeros veintiséis
capítulos de la novela.
Apenas hice vida social, pues me pasaba las
horas encerrado en mi habitación, escribiendo y borrando capítulos enteros,
salvando de paso a la humanidad de tener que talar más árboles por culpa de las
hojas arrugadas. Muy pronto sentí que la inspiración corría por mis venas, y
los personajes comenzaban a hablar por si mismos, tratando de librarse del
encierro al que a duras penas les sometía mi mente. Nacieron y murieron, y
algunos fueron cruelmente abortados, de tal modo que sólo algunos impulsos
electrónicos llegaron a saber de ellos, pero iban configurando capítulo tras
capítulo lo que serían sus "campos de escarcha".
Cuando ya habían pasado casi dos semanas
desde mi llegada, apenas si había puesto los pies en la calle tres veces, todas
ellas en busca de tabaco, y mientras descansaba arrellanado en el respaldo de
la silla, sentí por primera vez los pasos sobre mi cabeza. Hasta entonces no
los había oído, pero comprendí que debían haber estado ahí todo el tiempo.
Evidentemente se trataba de los vecinos del piso de arriba, pero la cadencia de
las pisadas me sonó extraña desde un primer momento. Sonaban arrastrados y
débiles, como si su dueño o dueños se sirviesen de algún tipo de sandalias o
zapatillas para caminar, haciendo crujir los tablones del suelo, y por algún
motivo, pensé que debían estar dando vueltas en un círculo muy cerrado sobre
mí.
No soy una persona especialmente meticulosa,
pero aquel incidente rompió por completo mi concentración, que no pude
recuperar hasta muchas horas después, cuando ya bien entrada la madrugada,
volví a sentarme en la silla de alto respaldo y retomé el capítulo desde donde
lo había dejado. Sin embargo, a los pocos minutos, volví a escuchar las
pisadas, que ya había olvidado, y que nuevamente no sé por qué, entendí que
habían estado ahí todo el tiempo.
A la mañana siguiente, pregunté a Guillermo
quién vivía en el piso de arriba.
- Creo que un señor mayor.
- ¿No sueles comunicarte con tus vecinos?
- Con él no. Bueno, con casi ninguno. No hay
mucho movimiento, por aquí - confesó.
- Pues este me parece que se mueve mucho. Ya
empieza a ponerme nervioso. Esta madrugada se pasó toda la noche dando paseos
encima de mi cabeza.
- Yo nunca he
oído nada, pero claro, no suelo entrar en lo que es ahora tu cuarto por la
noche.
No pude sacar muchas más conclusiones, pero
decidí que debía olvidar el incidente cuanto antes, so pena de quedar no sólo
como un gorrón, sino además como un mal vecino. Desgraciadamente, el señor de
arriba no parecía ansioso por complacerme, porque esa misma noche volví a
escuchar las mismas pisadas. Parecía dar vueltas y vueltas, arrastrando cajones
o armarios, sin cansarse nunca. A veces se detenía unos pocos instantes, sin
duda con la intención de hacerme creer que sus danzas habían finalizado. En
realidad, me estaba volviendo loco, porque no pude escribir ni una sola línea
más. Aquel rechinar y arrastrar continuo eran más de lo que un escritor
aficionado podía soportar.
El día siguiente era sábado, y por la mañana,
comenté con Guillermo la extraña situación.
- Una vez me lo encontré en el pasillo de la
escalera, y cerró de golpe la puerta.
- ¿Y no sabes qué hace?
- Ni idea. Debe estar jubilado. Como está
solo, es posible que no esté muy bien de la cabeza; parece bastante mayor,
aunque sólo lo he visto un par de veces, y entre sombras.
- Menuda
suerte la mía.
Como era lógico, no podía pedir a mis
anfitriones que me cambiasen de habitación. Ya hacían bastante con tenerme
allí, y de todas formas, me temía que las pisadas siguieran detrás de mí
igualmente, persiguiéndome. Todo parecía diseñado para que yo diera el
siguiente paso, y lo di dos días después, cuando ya había comenzado incluso a
replantearme borrar todo lo que había escrito hasta entonces. Decidí subir a
hablar con ese viejo.
Llevaba una semana sin salir de la casa, y ya
había olvidado lo oscura y tétrica que era la escalera. Aunque en el
apartamento se quedaron Guillermo y Helena, me llevé un juego de llaves
conmigo, por si acaso. Las escaleras oscuras siempre me han dado miedo.
Dar los primeros pasos no fue nada sencillo,
pero una vez comenzado, pensé que si me encontraba con algún vecino allí en
medio, iba a creer que yo estaba loco o que tenía malas intenciones, así que
procuré avanzar del modo más decidido posible. Sin embargo, el piso de arriba
era distinto del entresuelo, y tuve que moverme por intuición. Había dos
viviendas, una a cada lado de un estrecho pasillo, tan estrecho que no hubiera
podido caber una persona sólo un poco más ancha que yo. Palpé las paredes en
busca de alguna luz, pero al poco tiempo me rendí, temiendo que mis dedos
encontrasen algún insecto reptante en el lugar donde debería haber un
interruptor. Saqué el mechero que llevaba en el bolsillo y gracias a su fugaz
llama encontré un rótulo en la puerta de la izquierda: "Sres. de Castells
i Fabra". Esa no debía ser, así que me dirigí hacia la otra puerta,
arrastrando los pies en el suelo, por el temor a tropezar.
Pero en la otra puerta tampoco había un
nombre: realmente, no había ningún rótulo ni tan siquiera indicación de que
aquella casa estuviera habitada. La puerta estaba tan sucia y vieja que era
difícil creer que nadie hubiese habitado aquel apartamento en los últimos cien
años. La madera había perdido su color original, si es que había tenido alguno,
y una gruesa capa de polvo negro cubría la aldaba por completo, así que me
abstuve de tocarla. Simplemente, di media vuelta y regresé por donde había
venido, decepcionado de la excursión.
De nuevo con Guillermo, le pregunté:
- ¿Sabes cómo se llama el de arriba? En la
puerta pone "Señores de Castells".
- ¿Has subido a mirar? Creí que habías ido a
por tabaco.
- Pues he subido, y aquello parece la casa
del conde Drácula. Todo polvo, muy viejo y sucio, un desastre. Y ningún nombre.
- No es Castells. Castells se marchó el año
pasado. Me parece que murió.
- Se llama
Francesc Roura - intervino Helena.
Guillermo y yo la miramos con curiosidad.
- ¿Cómo lo sabes? - preguntó su marido.
- Pues porque una vez vino por aquí y se
presentó.
- No me habías dicho nada - dijo Guillermo,
más sorprendido que molesto.
- No me lo preguntaste. Tampoco creí que
fuera importante. Es un viejecillo bastante raro, con aspecto de personaje de
novela de Dickens, con unas gafas oscuras muy simpáticas.
- ¿Cuándo vino? ¿Y qué quería?
- Por eso digo lo de raro. Fue hace cosa de
un par de meses, en abril o mayo, no lo recuerdo exactamente. Me preguntó si
tenía el periódico del día. Se lo alcancé, pero él pareció decepcionado, apenas
si le echó una ojeada a la cabecera, y lo dejó. No sabría decirte si estaba
contento o muy triste, pero no me dijo nada más y se marchó.
- Ya. Debe estar algo mal de la cabeza.
¿Sabes si vive solo? ¿No tiene nadie que le cuide o que pase a verle?
- Vive solo, o
eso me dijo. Pero tampoco parece estar tan mal como para necesitar a nadie. Al
menos, para hacer sus cosas.
Esa noche tampoco pude escribir nada. En dos
o tres ocasiones estuve a punto de subir las escaleras, indignado, pero el
recuerdo de lo que había encontrado la última vez me lo impidió en el último
momento. También pensé en la idoneidad de dar yo mismo unos cuantos golpes,
pero esto hubiera causado más molestias a mis anfitriones de las que
posiblemente hubiera escuchado el inquieto vecino de arriba.
Ya lo había dejado por imposible, y trataba
de acostumbrarme al ruido del mejor modo posible, poniéndome tapones en los
oídos, o dejando algo de música que tapara el sonido, pero al cabo de dos días,
Helena me dijo:
- Esta mañana vino el vecino de arriba. Ha
preguntado por tí.
- ¿Qué? ¿Ha venido? ¿Y ha preguntado por mí?
- Quiere que subas a verle.
- ¿Estás segura? ¿Y de qué me conoce?
- No lo sé.
Estuvo un minuto, me dijo que fueras y se marchó. Por como lo dijo, creí que tú
le conocías ya. Tenía prisa.
No supe si la prisa la tenía ella o el
misterioso vecino de arriba, pero no pregunté más, y la cuestión era que en
aquel momento ya me hacía muy poca gracia ir a ver a un viejo chiflado a su
casa, que suponía debía ser un museo de antigüedades. Todo esto tenía muy poco
sentido. Sin embargo, ya deseaba terminar con todo el misterio, y me decidí a
subir.
De nuevo encontré la puerta cerrada,
polvorienta y sucia. Como no había ningún timbre y no quería tocar la aldaba,
temiendo lo que pudiera ocultarse tras de ella, pensé en llamar con los
nudillos. Sin embargo, cuando me disponía a aporrear la puerta, ésta se abrió.
Entre las sombras apareció la figura diminuta de un viejecillo encorvado, con
unas gafas de sol. Su enorme nariz ganchuda y su barbilla prominente, oculta
tras una barba apenas sin afeitar, le daban un aspecto tan característico que
por un instante pensé que todo se trataba de una broma.
- Señor
Estrada. Le esperaba. Pase, por favor. - Su acento era tan profundamente
catalán que tuvieron que pasar unos segundos hasta darme cuenta de que me había
hablado en castellano.
Aún no me atrevía a preguntar nada, así que
entré tras el viejo. La casa estaba a oscuras, las persianas y las contras
habían sido cerradas con los pestillos; la única luz que había era la
artificial y amarillenta del cuarto del fondo, al que me condujo mi anfitrión.
Una vez allí, pude apreciar un salón totalmente desordenado, con viejos muebles
de madera negra apolillados, lleno de papeles, recortes, y de grandes pilas de
diarios esparcidas por el suelo. El olor era a cerrado, aunque no totalmente
desagradable.
- Esto parece
el archivo de la redacción de mi periódico - dije sonriendo, para intentar
descongelar el ambiente.
El señor Roura me miró con su rostro cetrino
y amargado. Las gafas de sol no lograban disimular del todo unas ojeras grandes
y violáceas. Aunque estaba casi calvo, mantenía el pelo muy largo por detrás,
cayéndole en grandes mechones grises por los hombros y la espalda. Su aspecto era
repulsivo, el de un viejo excéntrico. Se sentó en una mecedora junto a la mesa
camilla que había en el centro de la habitación, y con un gesto me invitó a
sentarme en el sofá.
- Sé que es usted periodista, por eso le he
pedido que venga a verme.
- No entiendo, - repliqué.
- Me gustaría que me ayudara, señor Estrada.
- ¿Y en qué puedo ayudarle, señor...? - dejé
la pregunta en el aire, esperando que él me confirmara su apellido, pero esperé
en vano.
- A usted le permitirán acceder más
fácilmente que a mí a algunos lugares. Le necesito para que me acompañe. Tengo
que entrar en la sede del Gobierno autónomo.
- ¿Qué dice? Oiga, si está pensando en alguna
broma, mire, pues yo...
- No se esfuerce en darme excusas absurdas.
Me sabrían muy mal, y tengo poco tiempo. Todos tenemos poco tiempo.
- Claro. El tiempo es oro... - dije, tratando
de cortar la conversación. Ya empezaba a hartarme.
- No se marche. Como comprenderá, no le
habría hecho venir aquí sin ofrecerle más explicaciones.
- No necesito más explicaciones. Es que no
puedo ayudarle, es así de simple. Yo no soy de aquí, ¿sabe? No puedo entrar así
como así, porque yo quiera.
- Deje que le
explique mis motivos. Estoy seguro de que lo entenderá.
Me senté con un suspiro. Estaba seguro de que
aquello sería una pérdida de tiempo lamentable. Odio a los malditos viejos
locos. ¿Es que acaso no hay asilos para gente como aquella? ¿Qué hace nuestro
gobierno para evitarlo?
- Tengo que ver al señor Manuel Puy, que
trabaja en el Departament de Gobernaciò. Y es imprescindible que lo consiga
antes del día trece.
- ¿Porque trae mala suerte? - Pregunté con
sorna.
- El asunto no es de su incumbencia, por el
momento. Pero más adelante lo sabrá, puede estar seguro.
- ¿Quién es ese Puy? ¿Algún familiar suyo?
¿Es algo de su pensión? Mire, creo que eso no se arregla en el departamento que
dice; no estoy seguro, pero debe haber otros más adecuados.
El señor Roura me miró con un gesto de
profundo desprecio.
- Le repito que el asunto no es de su
incumbencia. Sólo tiene que acompañarme. Es imprescindible.
- Mire, pues no. - Me levanté. - Ya me tiene
harto, déjeme en paz. No sé por qué me ha llamado ni de qué me conoce, pero
esto es ridículo. He venido a Barcelona a trabajar en un proyecto importante,
no puedo ir por ahí acompañando a personas mayores. - Estuve a punto de decir
"viejos", pero me contuve.
- Lo sé. Es su novela. "Campos de
escarcha". La he leído.
- ¿¡Qué!? -
Estaba sorprendido - ¿Cómo dice? ¿Que la ha leído?
Pensé en lo que quería decir con eso. No
podía haberla leído, era imposible. Mi portátil no estaba conectado a ninguna
red, salvo la eléctrica, y nadie tenía acceso a los datos, como no fuera
entrando en la casa, encendiendo el ordenador, y claro está, conociendo mi
clave de acceso. De hecho, en aquel momento yo ni siquiera sabía cómo iba a
titular mi novela, pero por algún motivo, ni siquiera me planteé eso. Su simple
mención me hizo sentir como si realmente hubiera estado leyendo mi obra.
Espiado.
- Mire, esto
es el colmo. Adiós, señor Roura. Que lo pase bien. - Y antes de enfilar el
pasillo, me di media vuelta, recordando el principal motivo de mi visita. - Por
cierto, ¿es usted el que se pasa toda la noche dando golpes? Ya me tiene harto.
- No puedo evitarlo. Estoy buscando datos, y
como le he dicho, nos queda poco tiempo.
- A mí algo más que a usted - le dije un poco
cruelmente, así que en mi siguiente frase traté de no ser tan brusco. - Por
favor, absténgase de hacer más ruido. Me es imposible concentrarme por las
noches. Es una pesadilla.
- Señor
Estrada, creo que podemos llegar a un acuerdo... - me miró esgrimiendo una fea
sonrisa, tras la que asomaron unos dientes amarillos.
No estoy
seguro de cómo lo logró aquel viejo huraño, pero sencillamente me convenció. Me dijo que su
trabajo era muy penoso y que necesitaba muchas horas diarias de investigación,
por lo que no podía dejar de hacer ruido. La única solución era que yo le
acompañase hasta la sede de la Generalitat, donde a mí me resultaría
relativamente sencillo entrar, con la ayuda de mi carnet de prensa. El resto, aseguró,
era cosa suya.
Regresé al apartamento de Guillermo, sin
poder creer que realmente hubiera mantenido aquella conversación. Esbocé unas
pocas excusas cuando mis anfitriones me preguntaron de qué habíamos hablado, y
me encerré en mi cuarto. De pronto, la inspiración había llegado de nuevo, y
aquella noche el viejo de arriba dejó de hacer esos molestos ruidos.
Al día siguiente, martes once, ya estaba a
punto de crear la excusa perfecta para deshacerme del señor Roura, pero cuando
la tenía a medio formular, apareció por la puerta. Apenas eran las siete y
media de la mañana.
- Buenos días - dijo, como si realmente
creyera que el bochornoso día que empezaba a caer encima mereciera aquel alegre
epíteto. Llevaba puesto un traje de pana marrón, que le daba un aspecto todavía
más repulsivo del que tenía naturalmente. Su pelo grisáceo y ondulado caía en
mechones sobre la espalda.
- Será mejor que acabemos con esto cuanto
antes - dije yo, levantándome y sin dar más explicaciones. Guillermo y Helena
me miraron extrañados, como si me hubiera vuelto loco, pero logré eludir sus
preguntas y salimos a la calle. El señor Roura me entregó un sobre antes de
salir del portal:
- Esto es muy
importante. Guárdelo por el momento. Tal vez se lo pida más adelante.
Otra de esas estúpidas extravagancias,
supuse, y guardé el papel en el bolsillo, arrugándolo a propósito delante de su
cara. Tuvimos que pedir un taxi. El señor Roura aseguraba que la sede de la
Generalitat "había cambiado" y que por eso no recordaba dónde estaba.
Al oír aquel comentario, el taxista nos miró con una cara que me hizo sonrojar.
Le hubiera gritado que yo no conocía a aquel tipo, pero ya era inútil. A pesar
del taxi, tuvimos que dar muchas más vueltas por calles estrechas y bajo un sol
de justicia. Cuando por fin dimos con la Plaça de Sant Jaume, yo sudaba a
chorros, pero el señor Roura parecía ni inmutarse. Sólo verle con aquel traje
me hacía sentir sofocado.
En la entrada del Palacio había un policía.
Me adelanté, antes de que el viejo lo estropeara todo:
- Buenos días. Prensa escrita. Tengo una cita
con el señor Manuel Puy, para una entrevista.
- ¿Puy? No le
conozco. ¿Me dice su nombre, por favor?
Le dije mi nombre y la agencia para la que
trabajaba. Este truco solía servir casi siempre, pero no contaba con que
tuvieran una lista. El guardia sacó una carpeta y empezó a repasar nombres. En
mi mente comenzaron a agolparse algunas excusas para salir del aprieto, pero lo
que no me esperaba era que el policía dijese:
- Aquí está. Ah, sí. Ya estuvo usted ayer,
¿no?
- Ehm... sí. - traté de que la mentira no se
dibujase tanto en mi rostro como yo suponía lo estaba haciendo.
- ¿Me permite el carnet, por favor? No, ese
no, el DNI.
Se lo entregué, y el policía tomó nota en su
cuaderno. Luego miró con extrañeza al señor Roura:
- ¿Y usted
quién es?
El señor Roura dijo algunas palabras en
catalán que no entendí del todo, pero me pareció que quería hacerse pasar por
mi fotógrafo. Me puse a temblar, pero finalmente el guardia también aceptó su
carnet y apuntó el nombre en el cuaderno.
Una vez dentro, me volví hacia él:
- ¿Se puede saber qué diablos le ha dicho?
- Que soy su fotógrafo y que veníamos a
buscar mi cámara, que dejó usted ayer, por descuido.
- Siempre tengo que quedar yo mal, ¿eh? ¿Y
por qué mi nombre estaba en la lista?
- Ya lo tenía previsto. Ayer entró un colega
suyo de un periódico local, para una rueda de prensa. Ambos tienen el mismo
apellido.
- Bueno, sea lo que sea, me da igual. Ya lo
ha conseguido. Ahora, vámonos de aquí.
- Ni lo sueñe. Tengo que ver al señor Puy.
- Pues yo no, así que me marcho.
- Si se va usted, me dejará en una situación
muy complicada. Debe acompañarme.
- La complicación ya la tenemos ahora. ¿Qué
vamos a hacer? Mire, sea razonable y venga conmigo, nos vamos a casa y
descansamos, ¿qué le parece?
Pero no fue razonable, ni quiso acompañarme.
De hecho, fui yo quien le siguió a regañadientes por los pasillos del palacio,
hasta dar con un despacho en el que entró sin llamar. Una sala en la que había
un gran número de funcionarios trabajando nos recibió.
- ¿Qué hacemos
aquí? - Yo ya me había hecho a la idea de que Puy debía ser un funcionario de
alto rango, con su propio despacho.
Pero Roura no me contestó. Con paso decidido,
se dirigió hacia una de las mesas del fondo, en la que había un individuo, de
unos veintitantos años, pero ya casi calvo, y con unas gafas redondas,
aparentemente absorbido por el trabajo.
- Oiga, ¿qué
quieren ustedes...? - se atrevió a preguntar una chica que nos salió al paso.
Sin embargo, Roura la empujó con desdén a un lado, y continuó su marcha
imparable. Yo para entonces ya me temía lo peor, y me deshacía en excusas con
la chica. No pude evitar que Roura sacase una pistola de la gruesa chaqueta, y
empuñándola firmemente, apuntase al funcionario del fondo. Ni siquiera le
preguntó su nombre, simplemente disparó.
De inmediato, comenzaron los chillidos, y yo
me lancé a por el viejo, antes de que pudiera disparar otra vez. Su víctima
había caído detrás de la mesa, y el segundo disparo que resonó en mis oídos se
incrustó contra la pared.
* * *
No salí de la comisaría hasta bien entrada la
noche, cuando por fin pude convencer a todo el mundo de que yo no tenía nada
que ver con aquel atentado, que no conocía al señor Puy, y que sólo había
accedido a los deseos de aquel viejo maníaco tras haber sido engañado. De todas
formas, me pidieron que no abandonase la ciudad en los próximos días, y que me
mantuviera localizable. Cuando abandoné las dependencias policiales,
hambriento, cansado y empapado en sudor, apenas si podía creer lo que había
sucedido. ¿Cómo no me había dado cuenta de que aquel tipo era un chiflado?
Realmente eso fue lo que me salvó, el hecho de no tener ninguna relación con
él. Incluso pude mantener una breve conversación con el señor Puy, quien sólo
había resultado levemente herido en un brazo. Me aseguró que nunca había visto
a Roura en su vida, y que desconocía por completo sus motivaciones. Me
impresionó su determinación de no presentar denuncia, porque sabía que esa
clase de locos las hay en todas partes y que su lugar no es la cárcel sino
alguna institución psiquiátrica. No pude por menos de estar de acuerdo con él.
De nuevo en el apartamento, Guillermo y
Helena se interesaron por mí, y lo único que pude decirles con algo de
coherencia fue expresar mi alegría por la detención de ese lunático, que ya no
volvería a molestarme. Helena era la que más sorprendida se mostró, mientras
que Guillermo sólo estaba molesto por la aparición de la Policía, que había
venido a interrogarles. Por supuesto, ambos sólo pudieron decir que no sabían
nada.
- Pobre señor Roura - dijo Helena - a mí no
me pareció mala persona.
- ¿Cómo puedes
decir eso? Si es un asesino. Casi mata al tipo ese; vete tú a saber, podría
habernos matado a nosotros - replicó Guillermo.
Al día siguiente no me atreví ni a leer los
periódicos, temiendo ver mi nombre escrito allí. Por suerte, sólo alguno de los
diarios más sensacionalistas había dado el dato del "acompañante" del
chiflado que trató de cargarse a un funcionario, e incluso se atrevía a
recordar mi pertenencia a la asociación de periodistas opuesta a la del
redactor de aquella noticia, exponiendo la teoría de que tal vez fuera ese
acompañante el que obligó a actuar tan salvajemente al señor Roura, ya que el
viejo estaba medio ciego y no podía haber ido allí solo. Sólo me tranquilicé
tras comprobar que nadie más hacía caso de aquellas sugerencias diabólicas.
Una semana después, cuando todo el asunto
había quedado olvidado, y yo trataba de hacer como si nada hubiera ocurrido
tecleando furiosamente todas las noches en mi portátil los penúltimos capítulos
de la novela, recibí una llamada de la Policía. Sorprendentemente, me
preguntaron si había vuelto a ver a Roura.
- ¿Volverle a ver...? ¡No! ¿Es que le han
dejado en libertad? ¡No puedo creerlo! ¿Qué clase de justicia tenemos?
- No se trata de eso. Pero, ¿entonces no le
ha vuelto a ver? ¿está seguro?
- Claro que estoy seguro. ¿Por quién me toma?
- Bueno,
bueno, ya hablaremos, - y colgó.
El día 20 de junio la noticia salió en el
periódico, si bien en un recuadro tan pequeño que casi quedaba tapado por una
esquela cercana. El señor Roura había desaparecido. La Policía carecía por
completo de pistas, según el redactor de la noticia. A mí lo que me extrañó fue
que dijera "desaparecido" y no "huido". Un periodista
siempre está atento a este tipo de detalles, así que de inmediato llamé a mi
colega del diario local.
- No sé lo que sucedió - me dijo, - yo me he
limitado a escribir lo que me explicó mi contacto en la comisaría, que fue
bastante parco en palabras.
- Pero eso de "desaparecido"...
- No lo sé. El tema ya no tiene mucho
interés, así que lo dejamos correr.
- Claro.
Para entonces, mi novela estaba lo
suficientemente adelantada como para permitirme un pequeño descanso, así es que
me propuse realizar una investigación por mi cuenta. Lo primero fue regresar al
piso de arriba, pero como era de suponer, la puerta estaba cerrada. Le di un
pequeño empujón, pero no cedió.
Y el siguiente paso fue ir de nuevo a la
comisaría de policía. Yo temía que no quisieran hablar conmigo, pero ante mi
sorpresa, el comisario mandó llamarme en cuanto supo que estaba allí
preguntando.
- ¿De qué conocía usted al señor Roura? - me
preguntó.
- De nada. Un día me pidió que subiese a su
casa, como ya le conté.
- ¿Y está seguro de que no le conocía de
antes? Piénselo bien.
- No tengo por qué pensarlo. ¿A dónde quiere
usted llegar?
- Mire, - dijo por fin, sacando un sobre
grande marrón de uno de los cajones de su mesa - ¿sabe lo que es esto?
- Si mi vista
no me engaña, yo diría que es un sobre.
El comisario no pareció compartir mi chiste,
así que abrió el sobre por uno de sus extremos, y vació su contenido sobre la
mesa. Cayeron unas llaves que tintinearon en el cristal. Me quedé mirándolas, y
luego levanté la vista hacia el comisario, cuyos ojos estaban clavados en los
míos.
- ¿Reconoce estos objetos?
- No.
- Son del señor Roura. Había solicitado en
multitud de ocasiones que se las entregásemos a usted.
- ¿A mí? ¿Por qué?
- Esperaba que me lo dijese usted.
- ¿De qué son estas llaves?
- De la casa. Como comprenderá, entramos hace
unos días con la correspondiente orden judicial, y la registramos de arriba a
abajo.
- ¿Encontraron algo?
- Eso es secreto sumarial. Pero ahora, me
gustaría pedirle un favor.
- ¿Qué tipo de favor? - pregunté receloso.
- Llévese
estas llaves. Tras la fuga del señor Roura, no nos son de utilidad, aunque
realmente tampoco lo eran antes. Y él había pedido que se las entregásemos a
usted. Si encuentra algo, comuníquenoslo de inmediato. Estaremos en contacto.
Accedí, aunque no tenía muy claro lo que
estaba sucediendo. El comisario no quiso contarme las circunstancias de la fuga
del señor Roura, si bien confesó que estaban haciendo todo lo posible, y que
nunca les había ocurrido algo semejante.
Regresé a la calle Feliú Casanova y subí
directamente al piso primero. La puerta de la casa del señor Roura seguía tan
cerrada como siempre: nadie podría decir que había sido traspasada para un
registro hacía poco. Encontré la cerradura con alguna dificultad, pero menos de
la que tuve para averiguar cuál de todas aquellas llaves abría el domicilio de
un viejo chiflado. Finalmente, di con ella y la puerta giró sobre sus goznes
con un chirrido que yo no recordaba de mi primera y hasta entonces única visita
previa.
La cerré tras de mí, y de inmediato me dirigí
a las ventanas, tratando de abrir alguna. El calor era sofocante, y la única
luz de la casa seguía siendo la del fondo del pasillo, en la sala, que habían
dejado encendida. El paso del aire fresco comenzaba a ser más una urgencia que
una necesidad. Me dio la sensación de que el olor que se respiraba era
distinto, como si todos aquellos papeles que vi amontonados la primera vez
hubieran comenzado a apolillarse al mismo tiempo.
Ninguna ventana podía abrirse. Logré, con
mucho esfuerzo, abrir una contra, pero descubrí que detrás de ella sólo había
unos tablones ennegrecidos que impedían por completo el paso de la luz, de un
modo tan meticuloso que no pudo dejar de sorprenderme. Todas las ventanas
habían sido clausuradas del mismo o semejante modo, así que tuve que limitarme
a intuir más que ver lo que había por las distintas habitaciones, dado que a
pesar de mis intentos, no pude encontrar ningún interruptor. Di con una pequeña
cocina, un cuarto de baño apestoso y varias habitaciones totalmente vacías, en
las que se amontonaba el polvo. Finalmente, me dirigí hacia la sala, el lugar
que había visto por primera vez.
Se encontraba igual que cuando la visité
anteriormente. Encima de la mesa camilla había amontonados un montón de
recortes y papeluchos con garabatos, y todo alrededor las pilas de periódicos y
revistas se desperdigaban con un desorden sólo incrementado tras el registro
policial. Observé que la luz de la bombilla desnuda titilaba mientras caminaba
por los crujientes tablones de madera negra, y temiendo que pudiera apagarse
justo en aquel momento, me pregunté dónde estaría el interruptor. Pero tampoco
di con él.
Me senté en la mecedora, y cogí al azar
algunos de los papeles. Eché la vista sobre algunas pilas de periódicos, pero
no encontré nada de particular. Eran diarios atrasados, amontonados sin ningún
orden concreto, y parecían llegar bastante lejos en el tiempo. Supuse que el
viejo había estado coleccionando aquella basura como parte de su chifladura.
Miré todo alrededor. Ningún cuadro en la pared, sólo un calendario ajado y
amarillento. Encima de una cómoda y apoyada contra la pared había una
fotografía en color, que examiné meticulosamente. En ella aparecía una mujer
con niños pequeños en un parque. El papel de la foto era de una calidad que yo
no conocía, así que la recogí para verla con más luz, cuando bajase. Guillermo
era más experto que yo en este tema.
En ese momento, recordé el sobre que me había
dado Roura. Lo extraje del bolsillo de atrás de los vaqueros, doblado y
arrugado. Dentro había una carta. La desdoblé y la leí:
"Estimado señor Estrada,
Espero que pueda leer esta carta una vez yo
haya cumplido con lo que tenía que hacerse. Si es así, todavía tenemos una
esperanza.
Sin embargo, existe la posibilidad de que
todo haya fracasado, por algún motivo que ahora no puedo imaginar. En ese caso,
por favor, siga leyendo, sin pretender comprender por el momento, pues el
futuro de todos nosotros puede estar en sus manos.
Yo nací el 7 de septiembre de 1967. Sí, sé que
eso significa que sólo debería tener veintinueve años, pero como habrá podido
comprobar, no es así. En realidad tengo setenta y nueve años. Créame, no estoy
loco. Tengo documentos que prueban lo que digo. Usted mismo puede ir al
Registro Civil a comprobarlo. Pero todo sería una pérdida de tiempo. Es
necesario apresurarse.
El 18 de mayo del año 2027, la Unión Europea
entró en estado de guerra con la Organización Panislámica. No es momento de
explayarme en los motivos ni en las consecuencias, pero debe saber que grupos
terroristas amenazaron con hacer explotar bombas atómicas y numeroso arsenal
bacteriológico si no se satisfacían sus exigencias. El 27 de julio la ciudad de
Barcelona fue totalmente destruida en uno de estos ataques. Mi mujer y yo
residíamos en Barcelona, y habíamos acatado las órdenes de las autoridades de
cerrar todas las ventanas, cuando vimos a través de las rendijas cómo la luz
del día se convertía en un blanco insoportable, hasta cegarnos por completo.
El resto no puedo explicarlo, porque cuando
desperté, me encontraba en este edificio. No sé qué ocurrió. Mi casa había
sufrido daños, mi mujer había desaparecido, y fuera... ya no era lo mismo. Por
algún motivo que no alcanzo a comprender, había sido trasladado treinta años
atrás, y estaba solo.
Sin embargo, ahora tenía una segunda
oportunidad. Pude enterarme que estábamos a 18 de mayo de 1997. Podría haber
ido a buscar a mi futura mujer, pero sabía que sería inútil. Nunca me hubiera
creído, y aunque lo hubiera hecho, no hubiéramos adelantado nada. Mi única
posibilidad era evitar la guerra.
En el año 2026 Manuel Puy no es la misma
persona que hoy. Cambiará, o algo le hará cambiar. No sé por qué, nadie lo
sabe, pero hace tres meses se descubrió su implicación en un asunto de tráfico
de armas. Es un funcionario corrupto. Huyó del país, y ahora trabaja con Ali
Ibn Hazm, el terrorista más buscado del mundo. Sabemos que fue él quien
proporcionó las armas, la información y la infraestructura a la Organización
Panislámica.
En estos dos meses he estado buscando a Puy
por todas partes, tenía que aparecer tarde o temprano... y por fin lo he
descubierto, en una noticia casual del periódico. En estos momentos no es más
que un simple funcionario del gobierno autónomo catalán, pero a estas alturas
ya ha pedido un traslado, y el día 13 marchará a Madrid a ocupar un puesto en
el Ministerio del Interior. A partir de ahí su carrera será imparable. Debe
ayudarme, señor Estrada. Ahora es cuando todavía es vulnerable y podemos
detenerle.
Si cuando lea esto Puy ya ha muerto, ahora
sabe usted la verdad. Encontrará numerosa documentación en mi casa, incluyendo
pruebas de que cuanto le he referido es cierto. De todas maneras, le pido que
no pierda su tiempo en buscarlas. Actúe ya mismo. Es usted nuestra última
esperanza.
Francesc Roura"
Asombrado y asustado por lo que acababa de
leer, doblé de nuevo la carta, y la guardé en el sobre. Así que eso era. Este
viejo chiflado había adquirido una manía peligrosa. Mi fuerte no es la
psiquiatría, pero estaba claro que Roura sufría algún tipo de paranoia aguda.
Golpeé la carta en la palma de mano, sonriente, mientras pensaba en mi
descubrimiento: debía informar cuanto antes al comisario.
Pero en aquel momento, levanté la vista.
Maldita sea, levanté la vista y nunca debí haberlo hecho, porque justo entonces
fue cuando me fijé en el calendario de la pared. Era uno de esos de cartón o
plástico, publicitarios, de una sola hoja, con todos los meses juntos. Y en lo
alto, una fecha, con letras grandes y desdibujadas, pero aún rojas: 2027.
Me levanté y estuve un buen rato fijándome en
él. No sabía si el calendario era correcto, pero parecía auténtico. No podía
serlo, por supuesto, se trataba de algún juego, quizás una de esas cosas que se
compran en las tiendas de artículos de broma, y que el viejo se pasó mirando
tanto tiempo que acabó enloqueciendo. Esa era una buena explicación, porque
cualquier otra hubiera sido demasiado difícil de aceptar. No había nadie
conmigo, pero instintivamente miré alrededor antes de arrancar aquella
blasfemia temporal de la pared. Estaba hecho de plástico, de un tipo que no
pude identificar, posiblemente por lo ajado que se encontraba; lo doblé y me lo
metí en el bolsillo.
Ya me iba a marchar, cuando se me ocurrió
echar un vistazo a los periódicos, sólo para tranquilizarme. Evidentemente,
eran de fechas bastante cercanas. Casi todos los diarios que uno puede comprar
en el quiosco durante tres meses seguidos. Los había incluso en algunas lenguas
extranjeras, árabe incluido. Aunque de estos últimos no estaba seguro, las
fechas coincidían en todos los demás: mayo, junio y julio. Todos de este año.
Así pues, mi teoría iba ganando enteros.
Sin embargo, observé que uno de los diarios
estaba marcado con una hojita. Lo abrí por esa página, casi deseando no
encontrar nada anormal, contrariando mi espíritu de periodista. Como me
imaginaba, allí no había nada del otro mundo, sólo las noticias locales
habituales: recepción del Alcalde, visita de un dignatario, protesta de los
vecinos de no sé dónde... oh, no... y un premio al funcionario distinguido del
mes, Manuel Puy Hidalgo.
Todo aquello no probaba nada, evidentemente,
excepto la paranoia de Roura. Dirigí inadvertidamente mi atención hacia la
hojita marcadora. Se trataba de una quiniela. Tal vez no de esta temporada,
claro, sino alguna hace mucho tiempo, por lo menos de los cincuenta. El boleto
estaba tan ajado y amarillento como el resto de los papeles. Hacía tiempo que
no veía ninguna, el fútbol no me interesa demasiado, así que no tenía ni idea.
Y sin embargo, cuando leí en la casilla nueve F.C. BARCELONA - RACING DE FERROL,
algo llamó la atención en mi subconsciente.
Ya más tranquilo, recogí la foto suelta de la
cómoda, y bajé a hablar con Guillermo de todo aquel asunto. Me aconsejó que
llamase al comisario para decirle lo que había encontrado, así que le
telefoneé, y en media hora había llegado un agente de paisano. Recogió la carta
y el calendario, y se marchó, mostrándose de acuerdo conmigo en mis
apreciaciones. Roura había ido elaborando una esquizofrenia paranoide de gran
complejidad, en la que tuvo mucho que ver aquel calendario, además de la
clásica demencia senil, claro está. Aseguró que investigarían su lugar de
procedencia y me mantendrían informado.
Un rato después, me acerqué a Guillermo y le
mostré la foto que había encontrado arriba:
- ¿Has visto este tipo de papel alguna vez?
Por detrás pone "Kodak", pero yo no lo conozco - le pregunté.
- Es raro, sí... rugoso, pero muy fino.
Parece como esas imágenes de feria, que si las cambias de posición, parecen
moverse. ¿Y qué sitio es este?
- No lo sé. ¿Es que no es Barcelona?
- Esto de aquí delante es el parque de María
Cristina, evidentemente, pero fíjate en estos railes del fondo, como los del
tren ultrarrápido japonés: no están allí.
- ¿Cómo que no están allí?
- Que no hay
ningún tren que llegue hasta el parque de María Cristina.
Mi corazón dio un vuelco. De pronto, se me
ocurrió una idea:
- ¿Sabes si el Rácing de Ferrol ha jugado
alguna vez en primera división?
- Tal vez en sueños, - sonrió.
- O en una pesadilla - musité.
* * *
En los siguientes días volví a la comisaría.
Allí me dijeron que no habían enviado a nadie para recoger ninguna carta y no
sabían nada de ningún calendario. Seguían sin querer decir nada acerca de la
fuga de Roura.
En el Registro Civil no me quisieron atender,
no podía obtener ninguna información acerca de nadie, excepto yo mismo, si no
es con una orden judicial. Pedí a varios de mis contactos que hiciesen todo lo
posible por obtener el certificado de nacimiento de un tal Francesc Roura, pero
cuando semanas después me informaron de que allí no había nadie con ese nombre,
caí en la cuenta de que Roura podía no haber nacido en Barcelona.
Acabé de escribir mi novela en septiembre, y
sin saber muy bien por qué, la titulé del mismo modo del que el viejo me había
sugerido... ¿o simplemente se limitó a darme un dato antiguo?
Guillermo y Helena dejaron aquel sucio
edificio y se trasladaron al centro de Barcelona. A pesar de mis esfuerzos, no
he podido encontrar de nuevo la casa de la calle Feliú Casanova. Alguien me
dijo que había sido demolida.
Respecto a Puy, acabo de ver su fotografía en
el periódico. Ha sido nombrado subsecretario del Ministerio de Defensa por el
nuevo Gobierno, con acceso directo a todos los secretos de Estado posibles.
Mientras miro la pistola, pienso que tal vez
aún haya alguna esperanza.
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